Hablar de sexualidades, en plural, nos inscribe en una perspectiva teórica e ideológica que desplaza el tema más allá de los límites de lo biológico e incorpora dimensiones tales como el género, la identidad, los derechos en definitiva, la política. En los últimos años, en la Argentina, esta cuestión adquirió una preeminencia cuya manifestación más notoria podemos encontrar en las leyes de Educación sexual integral (2006), Matrimonio igualitario (2010) e Identidad de género (2012). Independientemente de si la sanción de estas leyes funcionó como respuesta a ciertas problemáticas que ya estaban presentes en la sociedad o si, por el contrario, las impuso -dilema que sabemos no tiene una respuesta categórica para ninguno de los dos extremos- resulta un ejercicio interesante analizar las repercusiones que han tenido estas medidas, efectos que no podemos observar en lo estipulado en los documentos de las distintas leyes sino en los discursos posteriores que las retomaron, ya sea para apoyarlas como para criticarlas.

Si para muestra basta un botón, pensemos qué se ha dicho a partir de la ley de Educación sexual integral, qué discursos ha habilitado, dado que sólo así podremos ver su reverso, esto es, qué es lo que ha permanecido oculto, porque es obvio, porque está prohibido o, sencillamente, porque es aún impensable. Si bien esta ley tuvo un amplio apoyo al momento de su votación en el Congreso, la polémica atraviesa la medida hasta el día de hoy, tanto en el ámbito mediático, espacio privilegiado para la difusión de opiniones; como en la propia institución escolar, lugar en el que debe(ría) llevarse a cabo su implementación. Sus opositores, encantados por el espíritu eclesiástico, han leído en esta política educativa una amenaza a los valores de la fidelidad, la monogamia y la familia. Sus defensores, por su parte, embanderados en la lucha progresista, la han reivindicado en nombre de los embarazos adolescentes, la transmisión de enfermedades venéreas y los casos de abuso. Pecado o error, fe o verdad, una y otra postura han reducido nuevamente las múltiples sexualidades a un único sexo el coito peligroso.

Las perspectivas de géneros y de derechos humanos, que darían lugar a nuevos sentidos, han sido relegadas al margen. La apertura que significó en un principio su puesta en escena no ha sido suficiente, hasta el momento, para transformar el pensamiento dicotómico imperante que nos obliga, según el argumento de las (no tan) buenas costumbres, a tener que elegir entre "damas" y "caballeros" a la hora de refrescarnos o que impide que una persona pueda identificarse con un determinado género sin tener que lucir coincidentemente con lo que Se (la Sociedad nuestro jefe, el médico, el cura, la maestra, mi padre) espera que luzca dicho género, como si la potencialidad de dar a luz o la habilidad de jugar con la naftalina fueran criterios suficientes para incluir a todas ellas y a todos ellos dentro de colectivos homogéneos y separados entre sí.

Incluir en la agenda pública un tema que estaba restringido al ámbito privado, ponerlo sobre la mesa y pronunciarse explícitamente sobre él resulta un primer paso necesario para liberarlo de su carácter represivo. Sin embargo, no es suficiente la eficacia de la ideología dominante reside en saturar los sentidos posibles sin necesidad de recurrir a la censura, obstruyendo, de ese modo, caminos alternativos por clasificarlos como absurdos, complejos, ridículos imposibles. Habrá que animarse a tomar esos otros caminos y hacerlos verosímiles.