Estamos viviendo tiempos difíciles, sin duda. Parafraseando a Dickens, de quien este mes se cumplieron 150 años de su fallecimiento, en la crisis sanitaria del COVID 19 se mezclan el sufrimiento y la esperanza, la sabiduría y la locura, la fe y la desconfianza, la luz y las tinieblas. Este mismo autor exigía enseñar y mostrar siempre hechos de la realidad. Y hoy, siguiendo esa senda, reclamamos y consumimos día a día los datos que orientan las decisiones sobre la administración de la crisis. Las cifras sobre infectados, muertos y recuperados que nos devuelven así la certeza del control de un escenario desconcertante; son un termómetro omnipresente que permite evaluar y juzgar las diferentes respuestas ante la pandemia.

Si bien la historia de la humanidad tiene sobrados ejemplos de escenarios apocalípticos ligados a enfermedades, la dimensión global del problema y la confusión que genera señalan una excepcionalidad que nos ubica frente a dilemas éticos inéditos. Como sociedad estamos obligados a afrontar un problema de difícil resolución, pues ninguna intervención es aséptica. Cualquier respuesta implica consecuencias negativas; en última instancia debemos decidir quiénes, cómo y cuántos se exponen al virus, se enferman y finalmente se mueren. Para ello debemos resolver varias controversias que se debaten en el espacio público, y son replicadas permanentemente por los medios y las redes. Entre ellas, se pueden mencionar la antinomia entre salud y economía y la disyuntiva entre un aislamiento obligatorio o voluntario.

Se debate hace semanas en los medios culturales y académicos sobre las posibles salidas de la crisis.  Por ejemplo, Slavoj Zizek ha postulado que el coronavirus asestará un golpe mortal al capitalismo mientras que Byung- Chul Han cree que, tras la crítica situación, el sistema capitalista se asentará con más pujanza. Este escenario abierto no es nuevo, ya que desde hace casi dos décadas el mundo se encuentra traccionado entre dos modelos contrapuestos de estado y sociedad: uno que promueve la libertad económica y el rol del mercado en la regulación social y otro que defiende la centralidad del estado en la distribución social y la efectivización de derechos sociales. En la resolución de ese conflicto depende la orientación que asuma la sociedad poscrisis del Covid 19.

Sin embargo, la dicotomía entre salidas políticas basadas en la libertad o en la igualdad remite a tensiones intrínsecas  de la modernidad, que se han transformado y reeditado a lo largo del siglo pasado y continúan vigentes en esta nueva centuria que venimos recorriendo ya hace un tiempo. Una de ellas es la tensión entre ciencia y política, retomando la conocida fórmula de Max Weber, de quien también este mes se cumplieron 100 años de su fallecimiento. Estas dos dimensiones están llamadas a liderar la respuesta a la crisis, construyendo los datos y tomando las decisiones que la urgencia reclama. Sin embargo, hay una novedad: como pocas veces, el mundo contemporáneo asiste distraído a una crisis simultánea de la ciencia y la política. La primera enfrenta una crisis narrativa porque sus argumentos chocan con visiones conspirativas y relativistas fundadas en la posverdad y en la distorsión deliberada de la realidad. La segunda está atravesada por una crisis de legitimidad y representación, expresada en una tremenda falta de confianza en el sistema democrático y en los gobernantes.

Por lo cual, el choque moderno entre la ciencia y la política se complejiza por el desprestigio de sus intervenciones. No habría entonces salida exitosa de la crisis global sin, primero, una fuerte intervención mancomunada de los científicos y políticos para recuperar sus saberes en el espacio público. Se necesita, en segundo lugar, un reconocimiento recíproco de sus funciones y la decisión de un trabajo conjunto y comprometido. Esto puede ser novedoso en Argentina, dada la histórica desconfianza mutua entre intelectuales y funcionarios. Este nuevo espacio de un gobierno de expertos es auspicioso, ya que cualquier acción política sin basamento científico es improductiva.  Los líderes políticos deben entonces aprender a interpretar los datos y dominar el lenguaje científico. Mientras tanto, los científicos deben asesorar a los funcionarios, pero deben recordar que no son los expertos quienes toman las decisiones. Son los propios políticos quienes le dan sentido a la acción política, ya que son ellos quienes todo el tiempo tienen la pasión, la inspiración y la convicción para intervenir en la “causa pública”.

La tensión entre autonomía individual y control social tiene también una centralidad notable en el escenario presente. Esta antinomia repite de alguna manera el fuerte debate del siglo pasado entre libertad y planificación, que fue resuelto mediante diversos acuerdos sociales en el marco del estado de bienestar en la posguerra. En ese momento, se logró cierto  consenso acerca de la necesidad de establecer una organización colectiva de los recursos para el logro de los objetivos sociales. Ello no era una limitación de la libertad sino un marco para el despliegue de una sociedad democrática. Sin embargo, ese equilibrio dinámico siempre inestable se rompió con la emergencia y el afianzamiento del neoliberalismo.

La posición de defensa o crítica a la cuarentena depende de nuestra mirada sobre la libertad o el control. La percepción del #quedateencasa se expresa desde diversas fórmulas, que se ocultan en la falaz alternativa entre salud y economía. Por ejemplo: imposición dictatorial, ejercicio de responsabilidad autónoma, control racional de recursos y comportamientos o estrategia de planificación sanitaria. La opción por una de ellas no es sólo política sino la aceptación (implícita o explícita) de una determinada postura epistemológica sobre la realidad social y la naturaleza de la acción humana. Ello reactualiza el rol de las ciencias sociales que buscan resolver el conflicto moderno entre individuo y sociedad.

De esta forma, el debate sobre la cuarentena reproduce esta tensión entre control y autonomía individual. Por un lado, se puede sostener la idea que es necesaria una política de control social de las conductas, reduciendo el desplazamiento por ejemplo. Ello ayudaría a predecir y medir el impacto del comportamiento social, posibilitando un mejor conocimiento de la realidad y una mejor planificación de los recursos para enfrentar la pandemia. Ello nos situaría en una posición determinista (o estructuralista) que considera que todas las acciones humanas están condicionadas por fuerzas externas al individuo. Por otro lado, si se afirma que el aislamiento social es una responsabilidad individual nos ubicamos en una postura voluntarista o subjetivista. Esta noción recupera la capacidad creativa, innovadora y relativamente impredecible de los individuos para influir en los resultados de las acciones y el cambio social.

Se puede así colocar el eje de la discusión entre dos posiciones. Una que considera la dinámica de la individualización en el mundo contemporáneo como un logro de progresiva emancipación de las personas respecto de las fuerzas e imposiciones sociales. Otra que denuncia el déficit del individualismo, ya que la pérdida de lazos sociales afecta el sentido humano de la existencia. El primer grupo celebra la aparición y consolidación de individuos reflexivos, emancipados y productores de su destino. El segundo grupo, por el contrario, reclama el fortalecimiento de los sentimientos de pertenencia colectiva y mecanismos de mayor cohesión e integración social.

Todo ello deviene en una última tensión: la difícil articulación entre libertad e igualdad, que tramita un legado fundacional de la modernidad. Quien imponga la legitimidad de sus argumentos orientará la política en uno u otro sentido. La resolución de este conflicto de valores se da en un contexto donde el neoliberalismo parece sostener el liderazgo de la postura en favor de la autonomía y la libertad. Sin embargo, la lucha contra el coronavirus requiere del restablecimiento de proyectos colectivos y medidas de planificación social. Se hace efectiva así la vigencia de políticas de estado y el redireccionamiento de objetivos sociales en pos de atender y resolver la desigualdad sanitaria, por ejemplo.

La resolución de la crisis señalará el futuro de la sociedad contemporánea tanto a nivel global como en cada uno de los contextos nacionales. La cuarentena es una increíble experiencia de aprendizaje, de la cual podríamos salir polarizando los extremos o reconciliando las tensiones. Los datos positivos en Argentina, más allá de ciertas contramarchas, ofrecen una oportunidad inédita para evaluar los resultados del aislamiento social a partir de la interacción entre el conocimiento experto y la política, articulando el mundo de la técnica con los valores sociales.  De esta manera, la contingencia de construir un nuevo conocimiento social permite la identificación y orientación de los medios más racionales para la mejora de las políticas, sin perder el sentido utópico de las intervenciones públicas. Por lo cual, es necesario el diálogo productivo entre científicos y políticos. De algún modo, todos y todas deberíamos ser paralelamente positivistas y humanistas

La posibilidad de crear un mundo más libre, igualitario e inclusivo sólo es viable entonces en la medida que se pueda recuperar otra dimensión moderna, siempre relegada: la fraternidad. Por lo cual, únicamente es posible ejercer la libertad cuando hay vínculos, sentimientos compartidos, pertenencia, afectos y  aceptación de proyectos colectivos y un destino común. Sin embargo, que cada persona pueda ser responsable de escribir su propia biografía tras la pandemia depende de la creación de espacios sociales (económicos y culturales) que garanticen un acceso igualitario a la salud, la educación y un trabajo digno. Es decir, sólo habría libertad en un mundo donde se promuevan y efectivicen los derechos, en simultáneo con el afianzamiento de los vínculos de pertenencia y solidaridad. Al mismo tiempo, solamente en un clima de diálogo y tolerancia se nos permite pensar y soñar por un mundo mejor.

*Sociólogo, Investigador Adjunto del CONICET, con sede en el IIGG- UBA. Profesor Asociado Ordinario en el Departamento de Planificación y Políticas Públicas, UNLa. Docente de posgrado en esas mismas universidades, la Universidad Católica Argentina y FLACSO.