En los últimos 3 meses, dos hechos de enorme magnitud dañaron fuertemente lo que tal vez sea el mayor consenso alcanzado en la sociedad Argentina en los últimos 40 años: el valor de la democracia. Más allá de que en esta columna sostenemos personalmente que las pruebas para la sentencia del pasado 6 de diciembre contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner carecía de pruebas contundentes y que el accionar de la justicia ha sido muy contradictorio y cuestionable en los últimos 7 años, aquí nos proponemos pensar esta actualidad desde otra óptica: la imposibilidad como sociedad de resolver nuestras diferencias políticas, económicas, ideológicas y hasta culturales a través del debate, la discusión y el no uso de la violencia, lo que sintéticamente podemos decir a través de los valores democráticos.

Decimos en esta columna que la democracia es algo más que una institución o un régimen de gobierno, es por sobre todas las cosas un valor. En nuestro país, a través de la memoria, la verdad, la justicia, la libertad de opinar, la posibilidad de votar y ser votado, la corrección en los procesos electorales, la ausencia de violencia para dirimir las diferencias, la escasa o nula presencia de discursos xenófobos y discriminatorios, la activa participación de organizaciones no gubernamentales ligadas a los derechos humanos y también a la defensa de los derechos de sectores sociales como estudiantes, trabajadores, desocupados y recientemente los movimientos sociales, se construyó una democracia sólida y estable en el tiempo, que se sostiene en estos valores para dirimir los conflictos de manera pacífica.

Para plantear un primer debate, podemos sostener una dicotomía donde ambas opciones son negativas en términos democráticos: si la actual vicepresidenta es verdaderamente culpable de las acusaciones es sin dudas un hecho grave para nuestra democracia, ya que nuestro país habría sido gobernado, y continúa siéndolo, por un grupo de personas que se enriquecieron a través de la corrupción, pero que también a través del voto han demostrado tener el apoyo de grandes sectores sociales; si la acusación y el veredicto no son verídicos, también nos encontramos frente a un hecho de enorme gravedad institucional ya que se estaría persiguiendo y proscribiendo a la ligereza de la fuerza política que ganó cuatro de las últimas cinco elecciones presidenciales, quien lidera el espacio político que actualmente ejerce el poder ejecutivo y que es también el cuadro político más influyente de los últimos veinte años, sumándole la cooptación de uno de los poderes del Estado por fuerzas políticas y económicas que dañan su independencia a la hora de ejercer justicia. 

Sea cierta la acusación o lo sea la idea de persecución judicial (o del tan usado lawfare), el valor de la democracia ha sido dañado. Ningún país puede festejar frente al mundo de manera institucional tener expresidentes juzgados y/o condenados, como tampoco puede posicionarse como un país viable si las instituciones carecen de la legitimidad necesaria para gobernar. Además, el debate sobre el funcionamiento de las instituciones socaba su legitimidad en términos generales: ninguno de los tres poderes puede salir fortalecido de la discusión actual, ya que la misma no se sostiene en el mejoramiento de las funciones de cada uno sino en la anulación del poder del otro y su sometimiento: el control cruzado de poderes muta en la sumisión cruzada del Ejecutivo, Legislativo y Judicial, con el Consejo de la Magistratura en el centro de la escena como ejemplo de parálisis institucional. Si la política es conflicto y solución, la ausencia de esta última anula la idea de política y trae a la violencia como única salida: esto se materializo el pasado primero de septiembre con el intento de magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner.

El segundo debate que nos interesa traer es el diferencial que la democracia nos asignaba dentro de la región. A diferencia de los demás países del subcontinente, y también de muchos países en el mundo, Argentina pudo juzgar los delitos de lesa humanidad de la última dictadura cívico – militar a través de nuestras propias instituciones. Por otro lado, desde hace cuarenta años el orden democrático no fue alterado y se pudo sostener el recambio de gobiernos de distinto signo político dentro del marco institucional. Aun en la crisis del año 2001, el recambio presidencial se dio siguiendo los pasos que marca la constitución nacional.

Cuando vemos lo que sucede en los demás países de la región, vemos que en todos los valores democráticos han sido dañados: en Paraguay y Brasil ha habido dos juicios políticos de dudosa procedencia que finalizaron los mandatos presidenciales de Lugo en 2012 y Rousseff en 2016 respectivamente; el encarcelamiento de líderes opositores en Venezuela, Ecuador y también el caso más conocido de Lula en Brasil, quien pudo demostrar su inocencia, la persecución judicial de la que fue víctima y retornar a la presidencia a través de elecciones democráticas; fragmentación completa del sistema de partidos políticos en Perú y Chile, con triunfos recientes de nuevas opciones y descenso de los partidos políticos tradicionales; un golpe de Estado típico en Bolivia poniendo fin al cuarto triunfo consecutivo del MAS de Morales, con la consecuente persecución, violencia, asesinatos y exilios; marchas opositoras con reclamos sociales fuertemente reprimidas en los últimos años en Chile y Colombia, donde un reciente informe señala que al menos 28 personas sufrieron violencia sexual y otras violencias por cuestiones de género en el Paro nacional del año pasado; un nuevo presidente destituido en Perú, que acumula seis presidentes en los últimos 6 años, con expresidentes presos, exiliados y uno suicidado antes de ser detenido; escasa participación en las elecciones de varios países, como por ejemplo en las elecciones presidenciales de Chile 2021 (47%) o Venezuela 2018 (46%); utilización de la violencia para dirimir las diferencias políticas en Brasil y Colombia, donde por ejemplo Indepaz señala 957 líderes sociales asesinados durante el mandato del expresidente Duque; desconocimiento de los resultados electorales en Brasil y Perú por parte de Bolsonaro y Keiko Fujimori respectivamente, entre otros ejemplos. En todas estas variables, Argentina (y vale aclarar que Uruguay también) muestra una enorme distancia con sus vecinos. O al menos así lo hacía hasta hace tres meses.

Aunque en términos de calidad de vida, oportunidades de ascenso social o nivel salarial Argentina hace años viene asemejándose más al resto de los países de la región, en valores democráticos continuaba siendo un faro en Sudamérica. La posibilidad de perder este diferencial positivo debería de llamarnos a la reflexión como sociedad, y poder retomar un camino donde el valor de la democracia sea el pilar fundamental para dirimir nuestras diferencias y poder construir una sociedad con justicia social, en igualdad y paz.