Desde la Reforma Constitucional de 1994, la Ciudad de Buenos Aires ha ido consolidando su autonomía a partir de los sucesivos traspasos de funciones, atribuciones, facultades e instituciones. En el transcurso del actual gobierno dicho proceso se ha acelerado merced a la confluencia de gobiernos del PRO a nivel local y nacional. La transferencia de la Policía Federal y parte de la Justicia penal han sido dos ejemplos claros de esta situación. Sin embargo, queda pendiente una cuestión que revive viejas discusiones, el traspaso del puerto.

Si repasamos las últimas noticias que han dado cuenta del ida y vuelta entre el Ministerio de Transporte de la Nación y el Gobierno Porteño podemos observar que las discusiones están plagadas de referencias a disputas que se remontan al siglo XIX entre unitarios y federales, de quejas sobre el centralismo porteño, las desigualdades con las provincias, etc. 

También se ha sostenido el carácter insoslayable del puerto como puerta de conexión de la Nación con el exterior y en consecuencia, de imposible traspaso al estado local.

Estas objeciones omiten una serie de cuestiones de carácter histórico, político y jurídico que hacen del traspaso una causa de justicia para la Ciudad de Buenos Aires y sus ciudadanos.

En primer lugar, en términos históricos, la disputa entre las provincias y Buenos Aires no se refería al puerto - que de hecho no existía como tal en términos físicos - sino a la Aduana y más específicamente a las rentas que de ella se obtenían. Esta cuestión terminó de resolverse luego del fin de la secesión de Buenos Aires a partir del Pacto de San José de Flores que abrió las puertas a la unidad nacional. El actual traspaso se refiere al dominio y la administración de las instalaciones portuarias, derecho que pueden ejercer todas las provincias sobre sus puertos desde el dictado de la Ley 24.093.

En realidad, estamos frente a una situación en la cual se ha impedido durante más de dos décadas a la ciudad ejercer su potestad. En este sentido, podemos ver la cuestión en razón de la justicia, según vivimos en un país federal. Más allá de cualquier argumentación jurídica que apele a los vericuetos de la ley es imposible negar la discriminación sufrida por la Ciudad de Buenos Aires en nombre de su carácter ambiguo, entre Capital Federal y Ciudad Autónoma.

Este carácter, consagrado por la llamada Ley Cafiero, no ha servido más que para privar a los porteños de sus legítimos derechos como ciudadanos de un país federal. En definitiva, la demanda del Gobierno Porteño de administrar su puerto no es una expresión de "unitarismo" o "centralismo", como algunos quieren ver; sino la expresión de un federalismo práctico.

Por estas razones, es indispensable que el traspaso se concrete. Ahora bien, como legislador porteño uno debe hacerse otras preguntas y demandar a la propia Ciudad algunas condiciones. Debemos comprometernos a votar una ley de puerto que asegure el máximo de transparencia en el proceso, y aún así hay preguntas pendientes al respecto. ¿Qué va a pasar con las concesiones actuales y las licitaciones pendientes?, ¿Cómo se organizará la administración?, ¿Qué proceso de transición debe darse?, ¿En qué tiempos y con qué mecanismos de control?

Todos estos interrogantes y algunos que surgirán seguramente en el proceso de discusión que se avecina no deben dejar de tener respuesta.