El granero del mundo está, hoy, en Europa; los Países Bajos son el segundo mayor exportador global de productos agrícolas. Es curioso, porque Amberes fue el destino principal de buena parte de la producción agropecuaria argentina durante los siglos XIX y XX. La receta del auge neerlandés (inversión de capital, la más moderna tecnología y marco regulatorio amigable para ambas), es casi la misma que posicionó en su momento a la agropecuaria pampeana en ese lugar global; aquí, se combinaba con una escala productiva mayor que la de sus competidores, lo que permitía hacer frente a costos relativos también más altos, como  los salariales. La masiva inversión de capital fue factor clave: entre 1888 y 1914 el parque de maquinarias agrícolas de gran porte aumentó a un ritmo de más del 12% anual, uno de los más altos del mundo. Al mismo tiempo, se transformó completamente la ganadería, generando puros de pedigree a un enorme costo en reproductores, instalaciones, maquinaria, insumos y experimentación. A ello se agregó un marco jurídico de libertad y respeto a la propiedad privada. Y, en simultáneo, infraestructura e industria crecieron a ritmo aun más rápido que el del producto agrario. Así, para 1930 nadie dudaba que Argentina formaba parte del reducido grupo de naciones entonces consideradas desarrolladas.

La crisis de ese año impactó fuertemente en la generación de divisas y en las importaciones y flujos de capital; la respuesta fue controlar la primera y limitar las segundas. Con ello se estableció para el sector agrario (único competitivo internacionalmente) un régimen de expropiación de parte de su renta a fin de sostener con ella al resto de la economía. Pensado para una emergencia, ese régimen no sólo la trascendió, sino que se replicó y amplió durante décadas, llegando hasta la actualidad. Pero los recursos expropiados al campo no se utilizaron para consolidar la emergencia de nuevos sectores competitivos; por el contrario, su vuelco a matrices ineficientes está en la raíz de la pérdida de posiciones internacionales del nivel de vida argentino. Recortada su tasa de ganancia, la inversión en la producción agraria, en vez de mirar activamente nuevos negocios, quedó al albur de los saldos de buenas coyunturas, si es que éstas eran positivas luego de impuestos y tasas. De allí las bruscas caídas de la producción por causas no climáticas ni del mercado externo, seguidas de recuperaciones parciales o sectoriales. Los controles de cambio, retenciones e impuestos se sumaron a un contexto interno cada vez más volátil, cuyo mejor ejemplo es la tasa de inflación anual promedio: el 70% en las últimas siete décadas; más del 400% en las últimas cuatro, ambas cifras por muy lejos las más altas del mundo. No es extraño que las grandes inversiones de largo plazo languidezcan en esas condiciones.

Hoy el sector agrario sigue siendo muy competitivo, y desarrolla incluso adelantos tecnológicos de impacto global. Pero su lugar no es en modo alguno el de antaño, y su potencialidad aparece constantemente mermada por la altísima carga impositiva y el atraso regulatorio. Es inconcebible, por ejemplo, que no contemos aún con una ley de semillas moderna, clave para el desarrollo tecnológico local de las mismas y su proyección a nivel internacional. El campo no cuenta tampoco con representación política acorde a su importancia económica, puesto que las clientelas dueñas del voto residen en las urbes. Eso explica que sea tan difícil planificar una política específica para los sectores agrarios más dinámicos, porque esa política necesariamente tiene impacto nacional, y es ésta la que termina imponiendo su propia agenda.

No es así tampoco raro que quienes antes nos compraban nos hayan suplantado en la arena comercial mundial; y no lo sería que pronto nos vendan lo mismo que podemos hacer mejor que ellos.

*Doctor en Historia, profesor en la Universidad de Buenos Aires e Investigador Independiente en CONICET. Se especializa en historia económica argentina, siglos XVIII-XX.