El debate sobre la producción agroalimentaria, la renta de la tierra y su apropiación persiste a lo largo de la historia con diversas formas: juntas de granos, IAPI, y en su forma moderna, los derechos de exportación. El Gobierno de Alberto Fernández volvió a poner sobre la mesa de los argentinos el debate, que resulta central para el desarrollo productivo y social del país. Las retenciones sirven para obtener ingresos fiscales, reducir los precios de los alimentos y desacoplarlos parcialmente de los precios internacionales, fomentar el agregado de valor de la materia prima antes de exportarla, e incentivar o desincentivar ciclos específicos de rotación de cultivos.

Por supuesto, la palabra “retenciones” genera conflictos y rispideces políticas y económicas. En realidad, el derecho de exportación es un instrumento que debe ser calibrado inteligentemente para el desarrollo económico. Supongamos que el precio internacional de la soja sube. Como los productores pueden exportar su producción, el precio doméstico tenderá a ser el internacional, transformado a pesos por el tipo de cambio oficial. A su vez, que la soja aumente fomenta el monocultivo o la menor rotación de los productores, lo cual hace subir por escasez el precio de los otros granos, y los animales que se alimentan de ellos. En consecuencia, el costo de vida de la población aumenta.

La retención permite reducir el efecto del aumento internacional del precio local, y abaratar este último. En el mismo sentido, hace más competitiva la producción de los derivados: carnes, harinas y aceites, para su exportación. Por otro lado, el derecho de exportación habilita que se le cobre un impuesto a un sector de mayor poder adquisitivo, para que el Estado lo utilice para redistribuir o realizar inversión pública.

Por supuesto, no todo es color de rosas. La política tiene sus riesgos: si la retención es muy alta, puede desincentivar la producción, que es matar “la gallina de los huevos de oro”. Pero… ¿cómo saber si es muy alta? En principio, cuando el tipo de cambio o los precios internacionales son muy altos (como ahora), existe un margen importante para subir las retenciones. Cuando la inflación local carcome la competitividad lograda, dicho margen se estrecha. En ciertos momentos de la historia, decisiones políticas o fiscales empañan la política de retenciones: entre 2008 y 2015, se apreció el tipo de cambio y los precios internacionales cayeron, pero se mantuvo el arancel. Por otro lado, en 2016, devaluar y eliminar retenciones resultó en un empobrecimiento de la sociedad y un industricidio. También las retenciones “M” de 2018 eran un error: al ponerlas fijas en pesos, la devaluación las licuaba rápidamente, cuando debía suceder lo contrario.

Finalmente, el último desafío consiste en pensar qué se hace con la recaudación de los derechos de exportación. En el actual contexto, uno de los destinos preferenciales es el de las políticas contra el hambre. En el mediano plazo, debería focalizarse en inversión pública generadora de empleo y que resuelva necesidades sociales, como vivienda digna, y productivas, como la generación de energía, la mejora de la logística de cargas, y todo aquello que permita mejorar la competitividad sistémica de la economía. Las retenciones son un instrumento, y no debemos esperar resultados de su sola imposición aislada. En última instancia, el éxito de una estrategia de desarrollo requiere de un Estado inteligente que oriente los recursos hacia el agregado de valor y tecnología en la producción.

* Lic. en Economía UBA. Investigador del Centro Cultural de la Cooperación y Proyecto Económico. Twitter: @GrassoGenaro