Hace pocos días atrás quedó en evidencia la envergadura del populismo de derecha que llegó para quedarse en Brasil. Esta manifestación es consecuencia de la latencia autoritaria del “partido militar” que, como predijo el presidente de facto Ernesto Geisel en el proceso de redemocratización, entre 1974 y 1979, la transición sería lenta, gradual y segura en ese país. Con un ritmo también regulado fuimos testigos de ese giro a la derecha que llevó a la presidencia al recientemente electo Jair Bolsonaro.

El pasaje entre el golpismo reciente y el giro autoritario es difícil de recorrer en pocas líneas. En cualquier caso es preciso comenzar por el desgaste que el gobierno petista sufrió tras las masivas movilizaciones opositoras ante el rumbo conservador de la política económica de Dilma Rousseff al inicio de su segundo mandato. Esa resistencia a la única brasileña relecta presidente, avivó una alianza golpista que terminó adueñándose electoralmente del país después de un lustro de las manifestaciones y a dos años de la destitución.

 El ciclo golpista se configuró a través del denominado bloque parlamentario de las tres B: de “balas” en alusión a los sectores represivos con quienes se gobernará, de “bueyes” en alusión a los sectores agro-industriales-exportadores para quienes se gobernará y de “biblia” en alusión a quienes hicieron posible la victoria -grupos religiosos que permitieron territorialmente penetrar en los segmentos más humildes de la población, instrumentándolo además por medios de comunicación que ellos controlan-. Esta avanzada parlamentaria supo conseguir su primer triunfo con la ley de “delación premiada”, un instrumento jurídico fundamental para la estigmatización de la política cuya expresión más cabal fue el conocido proceso de lavajato. 

Su segundo triunfo y consagración de Bolsonaro propiamente dicho, fue a través del proceso de destitución de la mandataria reelecta que duró desde marzo de 2015 hasta agosto de 2016. Y la disposición de un gobierno de transición golpista liderado por el vicepresidente de la mandataria destituida. Aunque parezca confuso, este golpismo institucional afectó descaradamente las garantías constitucionales para afianzar un mecanismo de militarización social al que se enfrentó por ejemplo una concejala carioca, Marielle Franco, que fue ejecutada en plena vía pública. La conmoción social de ese asesinato fue similar a la que provocó el encarcelamiento del líder del gobierno destituido. Dicha proscripción es clave para comprender esta avanzada en la medida que en el momento de esta detención, Lula duplicaba la intensión de voto que tenía el actual presidente electo.

 Uno al lado del otro estos procedimientos muestran la degradación de la vida política en el vecino país. Por eso se alza un sentido popular que expresa: “Brasil duele”. Es claramente la sensación que deja ese historial abrumador sobre una democracia que ha tolerado demasiado los abusos del poder. Una maniobra que empezó tímidamente y hoy se erige en la figura de un sombrío legislador por tres décadas, que era llamado Coiso para no nombrarlo y que presidirá el país el próximo año.

 Evidentemente, este retroceso impone una profunda reflexión del progresismo brasileño y de América Latina. Porque los poderes facticos ya encontraron los mecanismos de alianza para retrotraernos incluso a un pasado aristócrata neocolonial, impidiendo los regímenes que lo contradigan. El derrotero descripto inaugura un tiempo donde lo inesperado puede suceder: donde la apología de la dictadura puede transformarse en ideología de Estado y la educación sexual en las escuelas ser censurada con razones contrarias a la laicidad.

*Dra. Ciencias Sociales. Investigadora Independiente del CONICET, Coordinadora del Programa de Estudios Críticos sobre el Movimiento Obrero del Centro de Estudios e Invetigaciones Laborales (CEIL, CONICET), Docente de UBA y UNLP