Antes de comenzar con el desarrollo de estas líneas, considero justo para los lectores dejar previamente sentado mi posicionamiento ideológico, por una cuestión de honestidad intelectual, pero también a fin de evitar malos entendidos y de ahorrarles el esfuerzo de intentar descubrirlo a partir de leer entre líneas, lo cual puede conducir a conclusiones erróneas o precipitadas.

Ante todo debo aclarar que no soy liberal, si por liberalismo –usualmente asociado a “la derecha”- se entiende el total retraimiento del Estado, dejando enteramente en manos del mercado la asignación de recursos, con las nefastas consecuencias que ya la historia se ha encargado de demostrar, especialmente en nuestra región latinoamericana. El Estado DEBE, social y moralmente, intervenir en pos de alcanzar una real igualdad de oportunidades, de puntos de partida, que permita a los ciudadanos desarrollarse plenamente; falacia sobre la cual se construye buena parte del andamiaje liberal, pues bien es sabido que tal igualdad de oportunidades NO EXISTE.

Asimismo, debo dejar constancia de que tampoco me considero “de izquierda”, pues a lo que se debe apuntar es, precisamente, a lograr lo más acabadamente posible y aunque sea un ideal inalcanzable, dicha igualdad de puntos de partida, mas no de llegada. Propender a esto último implica coartar libertades individuales –tan caras al liberalismo- y acaba, como también la historia lo demuestra, por coartar libertades políticas. La paradoja de los regímenes que pretendieron implantar en la práctica la teoría de Karl Marx radica en que, en lugar de tender hacia la desaparición del Estado –tal como éste proponía- acabaron por configurar superestados que detentaban el poder absoluto, con regímenes de partido único y pretendiendo alcanzar un control total sobre todos los aspectos de la vida de los individuos. Nada más alejado del ideal democrático –que requiere de la competencia política entre distintos partidos para robustecerse así como de la libertad de expresión y asociación-, ni del republicanismo, basado –en su concepción moderna- en una división de poderes que contemple un sistema de frenos y contrapesos y la genuina representación de los valores federales. Acaso un gobierno de centro izquierda, con un Estado activo, con una mirada que contemple las desigualdades sociales, pero que a la vez respete las instituciones republicanas y democráticas sea la mejor opción.

Dicho esto, resulta interesante señalar el equívoco en el que usualmente se incurre al encasillar a la mayoría de los gobiernos contemporáneos como “de izquierda” o “de derecha”. El origen de estos términos se remonta al contexto de Revolución Francesa, cuando los partidarios de la revolución -el Tercer Estado o Estado Llano- se reunieron en la Asamblea Nacional, en el marco de la cual aquellos que proponían poner fin al ciclo revolucionario tras la caída del rey (la burguesía) se sentaban en los escaños de la derecha, mientras quienes querían profundizar el proceso a fin de que alcanzase dimensiones más vastas (los sectores económicamente menos favorecidos hasta entonces) lo hacían en el ala izquierda. Sin embargo, estos conceptos mutarían con el correr del tiempo. Ya entrado el siglo XIX, especialmente a partir de los escritos del mencionado Marx, se comenzó a cuestionar al sistema capitalista de producción, que había encontrado en el liberalismo su mejor forma de concreción. Lo que éste proponía era la sustitución del capitalismo por otro modo de producción: el comunismo, dictadura del proletariado mediante. Esto llevó a identificar a los sectores más afines al binomio capitalismo/liberalismo como “la derecha” y, por consiguiente, a los partidarios de la abolición del capitalismo como “de izquierda”.

En tal sentido, y ya adentrándonos en el análisis del tema que nos convoca, sostener que gobiernos como el de Luiz Inácio Lula da Silva y tantos otros de la región son “de izquierda” constituye un equivoco mayúsculo. Ni Lula en Brasil, ni Evo Morales en Bolivia, ni Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, por citar algunos de los casos más paradigmáticos, se plantearon JAMÁS la sustitución del modo de producción capitalista. Siguiendo esta línea, acaso sí sea más pertinente considerar a Jair Bolsonaro como un genuino representante de “la derecha”. Por lo tanto, y éste es un punto que debe quedar claro, no se trata aquí de un enfrentamiento entre “derechas” e “izquierdas” sino en todo caso una puja entre modelos de desarrollo y visiones del país y del rol que en el mundo han de jugar los países latinoamericanos, y en este campo sí la división es profunda y violenta, como lo demuestran los acontecimientos del pasado 8 de enero en Brasilia, cuando se atentó deliberadamente contra la democracia y el sistema republicano de gobierno.

Por otra parte, es necesario poner de manifiesto que Brasil no es una isla. Latinoamérica se ha caracterizado, a lo largo de los siglos, por atravesar periodos análogos y en simultáneo por parte de muchos de los países de la región, desde el proceso de independencia a comienzos del siglo XIX hasta la implantación del modelo neoliberal hacia finales del siglo XX, pasando por los periodos de gobiernos militares-dictatoriales. En tal sentido, el gravísimo atentado contra las instituciones perpetrado por militantes de la derecha brasileña días atrás debe ser entendido en un marco en el cual, desde unos años a esta parte, la democracia y la libertad política en América Latina, tanto desde “la izquierda” como desde “la derecha”, ha venido sufriendo reiterados embates, pudiéndose señalar entre ellos el proceso de Impeachment contra la mandataria brasileña Dilma Rousseff en 2016, el atentado contra la persona de Jair Bolsonaro durante la campaña presidencial de 2018 en Brasil, el golpe institucional al gobierno de Evo Morales en Bolivia en 2019 (cuestión reflotada en estos días a partir del encarcelamiento del líder opositor Luis Fernando Camacho por presunta instigación de los hechos), la situación venezolana desde hace años, la inestabilidad política crónica que aqueja al Perú (siete presidentes en los últimos seis años y medio y con la actual mandataria Dina Boluarte cercada desde varios frentes), y el actual enfrentamiento entre los poderes ejecutivo y judicial en la Argentina, entre otros. Desde luego que los hechos reseñados no son equiparables y revisten distinto grado de gravedad, pero tienen en común el hecho de haber ocurrido en Sudamérica en el transcurso de la última década y de constituir una amenaza para la estabilidad política e institucional de los países implicados, contribuyendo a generar un “clima” en la región que hace las veces de marco a los sucesos de Brasilia.

Y este no es un dato menor. Históricamente, Brasil se ha caracterizado por ser un país en el cual, a pesar del vigor del federalismo y de los poderes estaduales, que podrían actuar de forma centrífuga en relación al poder central, han prevalecido los procesos de larga duración y de estabilidad, asentados sobre la base de un cierto consenso político. Así, el Brasil, único país sudamericano en haber sido un imperio, estableció la forma monárquica de gobierno de manera inalterable por 67 años (1822-1889). De igual modo, ya en el siglo XX, la dictadura militar brasileña se sostuvo de forma ininterrumpida en el poder entre 1964 y 1985, siendo la segunda más prolongada en Latinoamérica durante ese periodo detrás del Paraguay de Alfredo Stroessner (a modo comparativo, en la Argentina hubo cinco gobiernos militares distintos entre 1930 y 1983).

Crisis política en Brasil: ¿izquierdas versus derechas?

Se infiere, pues, que el ciclo de crisis políticas latinoamericanas ha tenido un impacto directo en Brasil, contrarrestando la tradicional estabilidad del gigante sudamericano. Tan es así que en los últimos años se advierte un aceleramiento de este proceso: sin ir más lejos, dos de los casos reseñados anteriormente sucedieron en suelo brasileño –Impeachment a Rousseff y atentado a Bolsonaro-, a los cuales podría sumarse la proscripción política y encarcelamiento por casi dos años al actual Presidente, entre abril de 2018 y noviembre de 2019. De esta manera, queda claro que el asalto a los tres poderes del Estado perpetrado semanas atrás contra el gobierno democráticamente electo de Luiz Inácio Lula da Silva no constituye un hecho aislado, sino que es un eslabón más –y esperemos sea el último- de una serie de agravios a las instituciones democráticas y republicanas que sistemáticamente viene perturbando la estabilidad de los países de la región en general y del Brasil en particular, a la vez que revela el nivel de violencia, división e intolerancia que hoy tristemente impera en la política del país vecino. Ante ello, sólo queda repudiar enérgicamente lo sucedido, exigir el pronto esclarecimiento de los hechos y la identificación y enjuiciamiento de los autores tanto materiales como intelectuales. Pero por sobre todas las cosas, debe elevarse un llamamiento unánime –más allá de posicionamientos ideológicos, de “izquierdas” y “derechas”, de “lulistas” y “bolsonaristas”- por la plena vigencia del Estado de Derecho, la salud de las instituciones y el respeto y defensa irrestrictos de la democracia a lo largo y a lo ancho del suelo latinoamericano.