Las sociedades establecen tramas de sentidos en las que se configuran los modos en los que se relacionan, de diferentes formas, dos conceptos densos: ‘identidad y alteridad’. El hilo conductor que existe entre ambos está dado por el concepto de la ‘diferencia’. La diferencia connota aquello que se presenta como ajeno, lejano, extraño, y abre consigo la oposición binaria compuesta por ‘nosotros’ y lo no-idéntico: los ‘otros’. Cuando las diferencias se conciben de modo negativo son el punto a partir del cual se foguean los distanciamientos a la vez que se profundizan las fracturas y escisiones –nosotros o los otros–. En las dinámicas de diferenciación, la relación que se establece con ese otro rechazado, siempre presenta dos características, a saber: por un lado, es constitutivamente asimétrica, y por otro lado, la diferenciación traza una dicotomía subalternante en la que se presume un orden jerárquico.  Contrariamente, cuando las diferencias son percibidas de modo positivo se abren espacios y procesos de encuentros culturales, sociales y políticos entre las diferencias –nos(otros) y los otros–.

¿Qué cultura política estamos construyendo? Es evidente que una cultura política que se deshace sobre sí misma, que ha dejado de lado la conjunción y en la que se han traspasado límites impensados hasta hace unos pocos días atrás. El acontecimiento en el que se le apuntó, se le gatilló y se le disparó en la cabeza a una figura de la democracia marcará un antes y un después. ¿Qué pasó luego y unos días después? Muchos descreyeron; después, otros militaron la descreencia. La dinámica de vaciamiento de sentido que le siguió a aquel acto de violencia política ha sido impresionante, si aún queda alguien impresionable. Esto es producto del modo en el que hemos ido naturalizando nuestro acercamiento a las diferencias políticas. 

Cuando la diferencia es negativa, el Otro, el diferente es ubicado en la figura del marginal, deficiente, no humano, demonio, es decir, deja de ser una instancia válida a la cual haya que creerle aquello que le pasa o tomar en cuenta sus palabras. El Otro ya  no es un ser abstracto, sino que en su singularidad proyectada conlleva ya una (des)calificación. El Otro no es alguien con quien se pueda construir algo políticamente al punto que no se discuten sus ideas. Parece difícil pensar algo menos democrático que eso.  El modo en el que unos conciben a sus otros, habla muchas veces más de esos unos que de esos otros. Una preocupante degradación por el pensamiento político ha tenido lugar en un sinfín de cosas que pasaron, y esta fue en el Parlamento. El espacio parlamentario es la instancia en la que los distintos sectores de la ciudadanía tienen su representación democrática. ¿Qué ha pasado allí? Las lógicas de fractura se han sustanciado. Unos hablan y se van sin escuchar. Votan sin discutir. Se han “marcado” a esos “otros” y se los ha invalidado como interlocutores. ¿Cuándo la democracia en sus espacios deliberativos dejó de ser un horizonte de los desacuerdos mediado por los valores de tolerancia política? ¿Cómo se puede impedir que lógicas de fragmentación donde los representantes se polaricen y degraden ciertas identidades culturales y políticas?

La alteridad se piensa de muchas maneras pero en cualquiera de ellas toma formas concretas que se cristalizan dentro de las relaciones sociales. En nuestro país y en muchos de los medios de comunicación se ha cristalizado como violencia política. ¿Cómo se sale de este clima de agobio autogenerado por muchos sectores? ¿Cómo es posible hacernos de un concepto de ciudadanía que excluya representaciones de la otredad incompatibles con la igualdad y la integración democrática y priorice el diálogo político de las sociedades democráticas y plurales?