Javier Milei, que se autodefinió como el primer presidente liberal-libertario de la historia de la humanidad, cita frecuentemente una definición del liberalismo, acuñada por Alberto Benegas Lynch hijo –a quien el Presidente calificó recientemente en su discurso en el foro de Davos como “el máximo prócer de la libertad en nuestro país”-, que dice: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, cuyas instituciones fundamentales son, la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social”.

Sin embargo, Milei no pierde oportunidad de denigrar a quienes abrazan proyectos de vida diferentes al impulsado por el gobierno liberal-libertario: califica a los socialistas de ‘basura’ y ‘excremento humano’; considera ‘gente de bien’ a quienes coinciden con él mientras patologiza a los opositores achacándoles, por caso, un supuesto ‘síndrome de Estocolmo’ que los impulsa a abrazar políticas que los empobrecen, llama ‘idiotas útiles’ a legisladores que rechazan sus propuestas, y asegura ofrecernos, a través de un decreto de necesidad y urgencia de dudosa constitucionalidad, una libertad que se nos habilita en un modo cercano al planteo Jean-Jacques Rousseau de “obligar a los hombres a ser libres”. Planteo en el que algunos analistas de la obra del ginebrino, como  Norberto Bobbio, han identificado visos potencialmente totalitarios, y que seguramente el actual presidente ubicaría en las antípodas de su pensamiento.

En cuanto a las instituciones que hacen posible el desarrollo de diferentes proyectos de vida, también para Milei el mercado es la cifra de todas las explicaciones sobre el camino para salir de la crisis. Él manifiesta con absoluta certeza en la capacidad del mecanismo concurrencial como regulador espontáneo de la asignación virtuosa y eficiente de recursos. Claro que para que el mercado satisfaga todas las necesidades de la población, hace falta dinero. Ayn Rand –una autora que ocupa un lugar central en el panteón liberal-libertario- dice del dinero que es “la mejor creación” de los poderes internos del ser humano y el pasaporte para comerciar los esfuerzos de cada uno con los demás (La rebelión de Atlas, p. 359). Pero en Argentina una porción significativa y creciente de la sociedad no dispone de dinero suficiente para cubrir requerimientos básicos, puesto que los ingresos de las y los trabajadores se han visto licuados por la devaluación y la inflación; la acumulada en estos últimos meses y la alentada por un gobierno que, declamando una posible proyección, nunca técnicamente justificada, que va del 3600% al 15000%, invita a la remarcación de precios. El mismo Presidente, celebrando como un triunfo el índice inflacionario de diciembre, señaló en una entrevista radial: “Hicimos que la gente no tuviera pesos”, frenando así aumentos mayores. Quedamos, entonces, anclados en un escenario aporético: estamos a merced del mercado para obtener los bienes y servicios necesarios para la vida, pero a la vez severamente limitados en la disponibilidad del medio para acceder a ellos.

Por otra parte, las diatribas de Milei contra el Estado parecen ignorar que éste, modulado como Estado de derecho, es el gran aporte del liberalismo a la política moderna. Frente al poder arbitrario del soberano individual, el liberalismo avanzó en el diseño de un plexo jurídico, político e institucional que se apoya en la igualdad de los ciudadanos ante la ley y en el carácter universal e impersonal de ésta, más allá de quienes ocupen circunstancialmente las magistraturas. El tercero arbitral que se requiere en la resolución de conflictos para que nadie sea, a la vez, juez y parte es, como afirma John Locke en el Segundo tratado sobre el gobierno civil, el modo en que la sociedad establece un orden “según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administradas por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas” (Cap. 7, §83). Dinamitar el Estado es lesionar “esa autoridad común a la que apelar”, lo que, para Locke, nos reenviaría a la situación de naturaleza. La elaboración de esas normas y reglas corresponde, como afirma el pensador inglés, al poder legislativo, al que considera el poder supremo del Estado (Cap. 11, §135), no debiendo ejercerse el gobierno “mediante decretos extemporáneos y arbitrarios” sino por “leyes promulgadas y establecidas” (Cap. 11, §135). 

El decreto de necesidad y urgencia 70/2023 y el Proyecto de Ley de Bases y Puntos de Partida para la libertad de los Argentinos refuerzan la lógica de concentración de atribuciones, alejándose marcadamente de lo que siempre se ha contabilizado como una de las principales conquistas de la Modernidad: la despersonalización del poder. El artículo 3 del Proyecto plantea la delegación de facultades extraordinarias al poder ejecutivo, por dos años, sin justificar las condiciones de excepcionalidad que requerirían esta medida, ni tampoco los criterios con los que el ejecutivo podría prorrogar dos años más esas atribuciones. El artículo 76 de la constitución argentina que contempla esa posibilidad está de hecho redactado por la negativa: “Se prohíbe la delegación legislativa en el poder ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo determinado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca […].” El artículo 29, no obstante, establece que el “Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.”

El título de la llamada “Ley ómnibus” evoca las Bases de Juan Bautista Alberdi, considerado el padre fundador de la tradición liberal argentina, y así Milei cree honrar el legado alberdiano, cuando en realidad traiciona la letra y el espíritu de la propuesta constitucional del célebre tucumano. De avanzar con el mencionado artículo, se derribaría de un mazazo el principio republicano de la división de poderes (¿qué queda de la apelación a optar entre populismo y república, con la que Milei cerró su participación en el debate presidencial?), y la figura del presidente se acercaría peligrosamente a uno de los preceptos clave del absolutismo: la voluntad del rey es ley.

Tanto el DNU como el proyecto de ley, violan además otro principio básico del republicanismo: el de la publicidad de los actos de gobierno. Mientras muchos le adjudican la paternidad del decreto a un asesor presidencial que poco tiempo antes se había filmado presentando la misma propuesta para la candidata de la fuerza política que salió tercera en la primera vuelta electoral y se incorporó al gobierno de Milei como Ministra de Seguridad, el actual procurador dijo desconocer quiénes fueron los juristas que elaboraron el texto. Como los arcana imperii de la política clásica, la autoría de una normativa -que según el propio elenco gubernamental se propone un cambio sustancial para la sociedad argentina- permanece en las sombras; así como también los nexos entre los redactores y los potenciales beneficiarios de ambos instrumentos legislativos.

El manto de los arcana imperii no solo impregna de secretismo un proyecto que pretende transformar las bases estructurales del Estado argentino, sino que también envuelve a la acción política con la imagen de una potencia que trasciende las capacidades humanas, “las fuerzas del cielo”. Tal vez el presidente debería recordar lo que dice Locke en la Carta sobre la tolerancia: “Ni el cuidado del Estado ni el derecho de hacer leyes muestra al magistrado el camino que conduce al cielo.” Una vez más, a diferencia de la estrategia desplegada por el liberalismo, que apeló a la secularización y la desacralización de la política para reconfigurar el lazo entre mandato y obediencia con autonomía respecto de la esfera religiosa, nuestra versión vernácula del liberal-libertarismo se apoya en un dominio insondable que se impone con el ímpetu avasallante de la necesariedad. Al liberalismo que exaltaba las posibilidades de la agencia individual se le enfrenta una concepción de libertad que resiste las regulaciones estatales pero se rinde ante los poderes celestiales.

¿Cuál es, entonces, la libertad que nos promete el programa de gobierno mileísta? Es la libertad en modo Shylock, y no solo por la propuesta de habilitar la venta de órganos sostenida por el actual presidente durante la campaña electoral. Harold Bloom dice que en El mercader de Venecia, William Shakespeare lleva a los principales personajes a suscribir un contrato demencial: Bassanio toma un préstamo usurario para impresionar a Porcia, especulando que recuperará con creces el dinero si logra desposarla, Antonio sale de garante calculando que sus barcos le traerán las ganancias obtenidas de la venta de sus mercancías;  y Shylock, movido por el odio a Antonio, pone como condición que éste deberá entregar una libra de carne de su propio cuerpo si cumplido el plazo no se honra la deuda, aunque dice hacerlo como una broma, puesto que no ganaría nada ejecutando la cláusula. ¿Qué revela este contrato? En primer lugar, que se puede aspirar no solo a hacer lo que se quiere, sino también a querer cualquier cosa. Y luego, que, queriendo cualquier cosa, los pactantes se involucran en un juego irreflexivo cuyos efectos no pueden ser controlados: Antonio no prevé que sus barcos pueden naufragar, Bassanio no calcula que Shylock no estaba bromeando y va a reclamar la libra de carne, y Shylock no imagina que Porcia, travestida en abogado, propondrá a un tribunal que se reconozca este reclamo, pero advirtiendo que solamente puede cortar una libra exacta, ni más ni menos, y sin derramar sangre, para atenerse estrictamente a lo estipulado en el contrato. Finalmente Shylock no solo debe renunciar a cobrar la deuda sino que pierde su fortuna por haber pretendido atentar contra un ciudadano de Venecia.

La libertad en modo Shylock es una apuesta irresponsable, irreflexiva, imprudente, casi pulsional, quiere cualquier cosa sin detenerse a evaluar las consecuencias e ignorando los condicionamientos propios de la necesidad. Nos invita a participar en una especie de ruleta de libertades, sin medir lo que se arriesga e ignorando tozudamente que siempre gana la banca. “Viva la libertad, carajo” es, en definitiva, el grito de guerra de una cruzada que nos ofrece la libertad de estar dispuestos/as a perderlo todo.