Hoy tuve un (no) extraño deja vu. Para ser precisos, no fue un deja vu sino que fue una escena que me remitió a otra escena, a la repetición de un evento que, si mi memoria no me falla, ocurrió originariamente entre el año 2000 y el año 2002. Es decir, que experimenté una situación muy parecida con más de 20 años de distancia, casi un cuarto de siglo después. Sin embargo, a pesar de que no estoy seguro de ello, debe haber ocurrido en diciembre del año 2000 o febrero del año 2001. En aquella ocasión, viajaba como -todos los días- hacia la universidad privada en la que desempeñaba funciones como asistente de investigación. Además del colectivo que me tomaba desde la casa de mis padres hasta la estación ferroviaria de Munro (partido de Vicente López, Provincia de Buenos Aires), todos los días tomaba el tren -y otros, también, el subte- para llegar al Microcentro porteño. La primera escena que quiero describir es la de una madre muy joven (como mucho tendría 20 años) con sus hijos, todos descalzos a su alrededor, pidiendo limosna. Algunos de esos niños tendrían 5 o 7 años, otros no llegaban a los 2 años: todos pedían mientras la madre estaba sentada junto a otra mujer de las mismas condiciones y edad. Recuerdo que, en aquella oportunidad, estaban todos con poca ropa: era verano. Pero lo importante es que, casi llegando a la estación Retiro (CABA) del ferrocarril Belgrano Norte, a mi lado, un hombre que, en aquel entonces, tendría unos 30 años y que había subido en la estación Aristóbulo del Valle (partido de Vicente López, Provincia de Buenos Aires), suspira y se pregunta algo así como: "¿Cómo pudimos llegar a esto?”. Ante lo que, para mis adentros, pensé: "¡Recién ahora te das cuenta!". Nos miramos y también recuerdo que, deliberadamente, no emití ninguna opinión ante su desasosiego. Yo era un joven estudiante de sociología en la Universidad de Buenos Aires. Mi acompañante de asiento, aquel hombre del que vaya a saber uno cuál fue su destino, un joven profesional aparentemente exitoso, se levantó y se fue para llegar más rápido al primer vagón y descender con menos bullicio y tener más cercana la boca del subte.

Salvando las distancias, que quizá no sean tantas, hoy tuve una vivencia similar. Evidentemente, hay momentos en que uno está más atento a este tipo de circunstancias o, simplemente, el azar hace que uno levante las orejas y los ojos -entre otros sentidos- y preste especial atención a ciertas cosas en determinados momentos y a otras en otros. Esta vez, hoy, no fue en el tren Belgrano Norte, sino en el Bartolomé Mitre (ramal José León Suárez/Retiro) donde vivencié la otra escena. En esta ocasión, subo al tren en Villa Ballester (partido de San Martín, Provincia de Buenos Aires) para tomarme el subte en Villa Urquiza (CABA), en la estación Juan Manuel de Rosas, ahora no siempre por cuestiones de trabajo, sino muchas veces por hacer de turista en Buenos Aires, más aún en vacaciones de verano. De igual forma que hace más de 20 años, tenía un acompañante de asiento, aunque en esta ocasión me pareció que sería más joven que yo o, al menos, tendría la misma edad. No emitió ningún suspiro ni tampoco espetó nada. Sólo miraba, absorto y con asco, como muchos de quienes estaban en ese vagón. En este caso, la escena es la de una madre que no llega a los 30 años, aunque pueda ser mucho más joven, y tres niños, estimo que sus hijos. A esta madre le faltan muchos dientes de su boca y es mucho más obesa que aquella de hace 25 años, según evoca mi memoria. Uno de sus hijos, que hablaba poco en un casi irreconocible castellano, tendría unos 7 años y jugaba con su teléfono celular. Los otros hijos eran dos nenas, sin celular y más activas que el varoncito: una de unos 4 años y la otra que, como mucho, no llegaba a los 2 años. En esas 5 o 6 estaciones que atraviesa el trayecto desde Villa Ballester hasta Villa Urquiza presencié cómo la madre casi tenía como pareja a su hijo, mientras que mantenía una relación de hermana mayor con sus dos hijas. En particular, esa relación era brutal con la más chiquita, pues con la otra era más bien de complicidad. En un momento, a la más chiquita se le cae una botella de las manos y, según pude desmenuzar e interpretar, la madre le dice: "¡Ves que sos una boluda!". Y remata: "¡Hija de puta, te tomaste toda el agua!". Esto es sólo una muestra del trato demencial que tenía con sus hijos; posiblemente, yo no pueda transmitir vívidamente el momento en este breve escrito. En alguna estancia del antropológico viaje, esta mujer intercambia palabras con un vendedor ambulante, con quien era evidente que los unía una amistad barrial, y se contaron los días pasados, sin dejar de mencionar la "gira" del 31 de diciembre por la noche. El cierre de la escena es que en un punto, entre otras cosas, ella le dice que tiene una restricción, aunque no alcancé a escuchar con respecto a qué cuestión laboral, por la faca que hacía poco tiempo le había encontrado “la gorra”. Se despidieron diciéndose mutuamente "chorros", entre carcajadas. A todo esto, mi compañero de viaje, del que también vaya a saber uno cuál es su destino clasemediero, ya se había levantado hacía un rato para irse a sentar en otro vagón.

Estas escenas inevitablemente remiten, por la fuerza de los hechos, a la vida pública. Por tanto, a la democracia. Por ello, va una última reflexión en este sentido. Está demás decir que ambas escenas son dolorosas y están sujetas a múltiples y diversas interpretaciones. No obstante, también cabe decir que, tal vez, sea apresurado hacer inferencias sobre ellas. Una observación o dos no son -metodológicamente hablando- ni válidas ni confiables para establecer conclusiones más generales. Quizá alguna teoría sociológica permita darles un marco de inteligibilidad, que a mí se me escapa. En efecto, hay muchos sociólogos especializados en economía política que, seguramente, brindarán explicaciones profundas sobre el asunto. Al margen de ello, estas anécdotas relatadas en dos escenas podrían hacernos especularintuitivamente sobre el tipo de democracia que construimos en las últimas décadas. Para ello, vale recordar que cuando la política sólo satisface los intereses particulares por sobre el bien común y no brinda a la población bienes públicos (entre ellos, primero, la libertad), la mayoría no hace más que padecer el reparto de los políticos entre sí, que enriquecen a una coalición pequeña (los esenciales), como señala el politólogo norteamericano Bueno de Mesquita en su famoso Manual del dictador. Para decirlo en términos de Dante Avaro, quien aplica originalmente -en un excelente artículo- el esquema de De Mesquita a la Argentina, la democracia argentina es una poliarquía en zona vedada. El tiempo dirá qué escenas veremos en el futuro, pero todo parece augurar que seguiremos en la senda desdemocratizadora, para usar un concepto crucial del gran sociólogo Charles Tilly.