Siempre es difícil hablar del peronismo, teniendo en cuenta la persistente e histórica dificultad para encuadrarlo como movimiento político. De todos modos, y aun siendo consciente de las limitaciones, está claro que no es el que amaneció en 1983, ni el de la renovación de 1984 – 1988, ni la fase menemista, ni duhaldista. Más allá de la hegemonía kirchne – cristinista post 2003, el mundo cambió tanto, que sería irrisorio pretenderlo intacto.

Señalemos al menos cuatro rasgos estructurales históricos:

1-poseer una base social popular integrada al sistema,

2-tener una mayor fuerza en el interior, acentuando su carácter federal,

3-exhibir una actitud pragmática frente a los tiempos históricos, y

4-tener una dinámica interna que siempre desafía a los liderazgos no exitosos.

Hoy esos cuatro pilares están puestos en discusión:

1-su base social está muy fragmentada por efecto del proceso tecnológico y globalizador, sumado a una pobreza en sus más altos indicadores históricos, todo lo cual lo desestructura;

2-al “ambarizarse” la política argentina, la probabilidad de que surjan líderes del interior está mucho más acotada;

3-en esta etapa post 2003 se ha vuelto menos pragmático y más ideológico; y

4-da la impresión de haber perdido mucha de su capacidad de rebeldía frente a liderazgos que fracasan.

Por lo tanto, hemos llegado a un fenómeno inédito: el peronismo –bombero por definición desde el regreso a la democracia- no ha podido apagar el incendio económico heredado. Ergo, ha entrado en una fase de profundos interrogantes sobre su capacidad de ofrecerse frente a la sociedad como el salvador frente a ineficientes gobiernos no peronistas. A eso se le suma otro rasgo fuera de programa, que es haber ungido como presidente a alguien que no es al mismo tiempo el líder indiscutido. Este combo, además de novedoso, es explosivo como lo está demostrando la actual coyuntura.

Por si esto fuera poco, existen otros fenómenos colaterales que amenazan su capacidad de generar una hegemonía temporal:

· el nivel de abstención que se registró en la elección del año pasado desafiando la capacidad de movilización clásica de sus estructuras de base;

· el fenómeno de los movimientos sociales, que representan a una masa inorgánica; y

· la fragmentación del movimiento sindical y el avance de la izquierda.

Si algo distinguía al peronismo –y en esto contribuía a diferenciar fuertemente al sistema político argentino de la mayoría de América Latina- era su cuasi monopolio de representación y garantía de integración del sector popular, sirviendo de estabilizador social. Si ese rasgo se pusiese en cuestionamiento, como dejan entrever varios fenómenos, entonces su rol sistémico se deterioraría, llevando a un escenario de grandes dificultades para la construcción de denominadores comunes en esta etapa democrática.

Para las generaciones sub 35, el peronismo es el de Néstor y Cristina, quedando Perón y Evita como figuras para los libros de historia. El liderazgo fuerte de CFK, sobre todo post muerte de su esposo, sin duda ha profundizado la sedimentación ideológica y cultural del movimiento histórico. Ella expresa sin duda una fase totalmente distinta al del “nestorismo” 2003 – 2010, más caracterizada por la articulación clásica con los sindicatos, los gobernadores y los intendentes.

No por nada el propio Néstor le dijo a un periodista que estaba escribiendo un libro sobre él, “pero mirá que yo soy el último peronista eh”. Claramente advertía que se veía a sí mismo como una bisagra entre el pasado y el futuro. Por obra del destino ese futuro lo asumió Cristina, la cual conduce una confederación donde el interior ha perdido peso específico, su base social es más fragmentada y menos integrada, su identidad es más ideológica y la capacidad de que se generen alternativas internas está muy devaluada.

En esta fase ya no hay giros copernicanos para adecuarse a la tendencia histórica, columna vertebral de nada, ni mariscales de la derrota a quien apuntar. Y escasean los bastones de mando en las mochilas de los militantes.