En nuestro país, el sistema electoral señala que el voto es obligatorio a determinadas edades y optativo en otras. Con distintos porcentajes, los ciudadanos los días en que se celebran las elecciones asistimos a colocar en la urna aquello que nos parece la o las mejores opciones para los distintos niveles de gobierno y para las asambleas legislativas locales, provinciales y nacionales. Muchas veces no dudamos demasiado sobre esas elecciones que hacemos, otras sí; y, en otras ocasiones, también tenemos la posibilidad de no votar, de votar en blanco o que nuestro voto sea nulo. En principio, cada ciudadano sabe, es consciente, se hace responsable de aquello que elige. El voto es secreto, además de obligatorio. Por tanto, si un ciudadano le pregunta a otro sobre su voto y éste se niega a "confesar" qué vota o votó, está en todo su derecho. Esa decisión se encuentra en el fuero íntimo de cada ciudadano responsable y es propio de otras épocas denostar a aquel o a aquella que tiene una elección diferente a la que uno tiene y que pretende que todos los demás tengan. Ni que hablar del fastidio que provoca cuando, a uno que considera que puede tomar decisiones autónomamente, quieren obligarlo a tomar postura poniéndolo en la arcaica o distópica situación de, explícita o implícitamente, tener que dar a entender "de qué lado se está”.Teniendo en cuenta lo anterior, en estas semanas previas al balotaje, y a partir del título de esta nota, podría preguntarse, en estas apremiantes situaciones, quiénes serían las víctimas: ¿las víctimas serían quienes se rehúsana explicitar sus elecciones o aquellas que tienen una obsesión con las elecciones ajenas?

Otro aspecto sobre el problema de la víctima, se vincula con que estos años son tiempos en que nos asumimos como víctimas de los políticos, de la clase política o de la "casta" que no hace más que entorpecernos la vida. Eso sentimos, lamentablemente, muchos en la Argentina actual, lo que puede llevar a una esperanza ciega en determinado candidato como si fuera quien va a dar respuesta a todo. No obstante, hasta ahora la política no nos soluciona problemas, no transforma la realidad ni mejora nuestras condiciones materiales de existencia, ni tampoco nos seduce en proyectos colectivos que apasionen para participar de debates colectivos que, cuando los hay, solo parecen una mera pantomima. Deja mucho que desear, en efecto, el debate intelectual argentino, a tal punto de que pareciera que nos hemos olvidado de qué es debatir, discutir, criticar, en sus significados más cruciales. En cierta forma, el lugar de víctima pareciera, entonces, estar justificado, porque podría estar siendo ubicua la sensación (verdadera o fingida) de desamparo, de auto percibirse y sentir que uno es una mónada dolosamente aislada. Tampoco deja de haber cierto cinismo en muchos que, dependiendo de la situación, al ponerse en lugar de víctimas, denostan a quien está en otra posición "ideológica", aunque solo persiguen sus intereses particulares en un barco que parece estar hundiéndose y donde, recordando viejas épocas, se salva el que puede. Si la vida en sociedad es un juego de máscaras, como ha demostrado la sociología, en la actualidad argentina eso se eleva a la enésima potencia porque cada quien usa o posee máscaras distintas para cada situación en la que interactúa.

Así, en este contexto, en este teatro social en que nos encontramos, el lugar de víctima es una postura o una impostura fácil porque implica no asumir responsabilidades, es decir, no asumir las consecuencias de nuestras acciones. Por supuesto, hay grados de responsabilidad. Como es obvio, y tal como ha enfatizado Max Weber, la responsabilidad de quienes toman decisiones políticas siempre es mayor. Eso genera que las más profundas consecuencias de las decisiones sobre los demás ciudadanos, claro está, la tengan aquellos que decidieron dedicarse a la política. Lamentablemente, sin dar el ejemplo, muchos políticos se colocan en lugar de víctimas ante diversidad de eventualidades. Aunque, como señala el filósofo italiano Daniele Giglioli en Crítica de la víctima, la prosopopeya de la víctima "alimenta identidades rígidas y a menudo ficticias. Hinca el pasado e hipoteca el futuro. Desalienta la transformación. Privatiza la historia. Confunde la libertad con la irresponsabilidad. Enorgullece la impotencia, o la encubre con una potencia usurpada. Se las entiende con la muerte mientras finge compadecerse con la vida". A 40 años del retorno a la democracia, luego de haber dejado atrás una época marcada por decenas de miles de muertes atroces, parece que estamos lejos de haber abandonado la minoría de edad. Tal vez sea hora de que los ciudadanos, tanto los políticos como los no políticos, dejemos en el pasado pretender ser víctimas ante todo y todo el tiempo y nos hagamos cargo de que si el barco se hunde, no fue por un vendaval, sino que lo fue por nuestras decisiones.