En los primeros días de declarada la cuarentena, el gobierno parecía afirmarse: las diferencias partidarias quedaban detrás de la necesidad del ahora, la autoridad presidencial alcanzaba niveles de aceptación altísimos y Alberto Fernández encontraba un suelo fecundo para consolidar su figura. No obstante, más temprano que tarde comenzaron a vislumbrarse nubarrones oscuros. Primero se perfiló lo trágico de la situación, no solo por lo lamentable de las pérdidas humanas y materiales, sino porque se configuró allí una contraposición de dos principios de lectura a priori inarticulables, que pone al actor político —como al héroe trágico— ante la tesitura de una decisión siempre insuficiente.

Rápidamente podríamos suponer que fue la dialéctica “salud versus economía” aquella polaridad irreconciliable inherente a lo trágico de nuestros días. El propio argumento oficialista echó por tierra esa contraposición artificiosa: no hay economía en el cementerio. Las inevitables olas de contagio requerían una preparación para la cual los meses de aislamiento del 2020 fueron imprescindibles. Se gobernó asumiendo los efectos de esa decisión y, gracias a eso, no hubo escenas tremendas de sistemas de salud saturados. Ahora bien, más allá de aquellos resultados relativamente positivos, lo que me interesa plantear aquí, al menos a grandes rasgos, es que la pandemia puso en evidencia, y ya no sólo para el gobierno nacional sino en todos los niveles, las dificultades crecientes que implica hoy gobernar en escenarios de profunda incertidumbre. Y eso, al menos en tres aspectos. En primer lugar, en el manejo de la información. En segundo lugar, en la imposición de medidas restrictivas de la libertad individual. Y, en tercer lugar, en la coordinación territorial de esas gestiones.

¿Cómo comunicar sobre una situación compleja, absolutamente novedosa y con profundos cambios en cortos períodos de tiempo? ¿Cómo hacerlo en un contexto mediático que requiere de altas dosis de polémica constante y que se estructura, en nuestro país, como una oposición con una discursividad solapada a la de los actores partidarios que cumplen ese rol? La pandemia ha evidenciado la centralidad de las plataformas comunicativas y la escasa capacidad gubernamental para lidiar con las condiciones estructurales contemporáneas, donde la saturación informativa y la proliferación de canales tecnológicos no avanzan hacia una discusión más compleja, sino por el contrario dicotomizan y achatan el debate público.

Ello se liga con la segunda dificultad mencionada, ya que los mensajes de cuidado y restricción se entablan sobre una sociedad refractaria, cada vez en mayor medida, a la ley. Y no me refiero a la ley como el derecho positivo, sino al principio de autoridad necesario para que los individuos admitan la pérdida de la satisfacción absoluta de su deseo propio, en favor de una convivencia social esencialmente mejor. Las restricciones a la movilidad y la reunión gatillaron resistencias en nombre de una libertad que rechazaba cualquier subordinación a la salud pública, ya no como la preservación del sistema sanitario, sino en su acepción más clásica, es decir, el bienestar comunitario.

La pandemia ha mostrado que el sacrificio personal en aras de un resultado colectivo encuentra cada vez menos resortes donde anclarse, ya que requiere la deposición de aquella ficción de plenitud individual conjugada, preferentemente, en las vociferaciones exultantes de antivacunas y negacionistas de diverso cuño. Y si consideramos los malos resultados de la mayoría de los oficialismos en el último año, a lo que pueden sumarse los gruesos errores no forzados de la gestión del FdT, es claro que la pandemia subrayó las dificultades que entraña gobernar. Las tendencias a la reacción individual, observadas en diversos fenómenos contemporáneos y galvanizadas extraordinariamente por el Covid-19, redobla el desafío por afianzar la dimensión colectiva de la política.

Esto último se acentúa al incorporar la dimensión territorial y federal que la pandemia puso en el primer plano, habida cuenta de las enormes diferencias que existen entre provincias y regiones de nuestro país. La gestión de medidas se llevó adelante sobre un trasfondo federal donde predominan, sobre todo en los últimos 25 años, dinámicas de negociación y competencia entre los agentes de gobierno, en un juego anidado de dependencias múltiples entre los diversos niveles —nacional, provincial y municipal. Aquí también se hace evidente el reto de consolidar un gobierno federal que actúe en clave solidaria, sin apelar a la buena voluntad de sus integrantes, sino al resultado agregado de las coordinaciones puntuales ante los problemas comunes.  

Gobernar es, como psicoanalizar y educar, una tarea en última instancia imposible, sostenía Freud. Hay en ellas un núcleo inabordable, al mismo tiempo excesivo y ausente, que no puede subsumirse a una mera técnica. La pandemia nos recordó, como pocas veces, ese rasgo de la vida en común, en el que sería bueno insistir en los tiempos venideros, para enfrentarlo con las armas de una sociedad y un estado en continua democratización.

* Doctor en Ciencia Política