La Revolución Francesa de 1789 significó un momento de quiebre, un punto de inflexión en la historia política del mundo occidental. Hasta ese momento, bajo el imperio del Estado Absolutista –entiéndase, la monarquía absoluta en la que el rey concentraba toda la capacidad decisoria hasta el punto de que un monarca francés, Luis XIV, llegara a decir la célebre frase de “el Estado soy yo”- el poder estaba sumamente concentrado, eran pocos los que definían las políticas de gobierno, y la sociedad estaba dividida en estamentos, es decir, segmentos estancos dentro del cuerpo social, algunos de los cuales gozaban de privilegios (la nobleza y el clero), como por ejemplo no pagar impuestos, mientras que otros (el tercer estado o estado llano), no.

Así, cuando el rey Luis XVI, con el objetivo de engrosar las arcas del Estado debido al alto coste que había significado para Francia el apoyo a los Estados Unidos en su guerra de independencia en un contexto de malas cosechas, decidió imponer un tributo a los estamentos hasta entonces privilegiados, estos se negaron y solicitaron la convocatoria a “Estados Generales”, una reunión de los tres estamentos que no ocurría desde hacía 175 años, a fin de tratar el asunto, a sabiendas de que, como clero y nobleza votarían al unísono, el triunfo de la negativa a aceptar la medida adoptada por el rey estaba asegurado. Con lo que contaron entonces nobles y eclesiásticos era que esa convocatoria actuaría como catalizador de las frustradas aspiraciones que desde hacía ya mucho tiempo albergaba el más poderoso de los actores que componían el tercer estado: la burguesía, que hasta entonces se había venido enriqueciendo y ganando peso económico pero que hallaba vedada su participación en los asuntos públicos.

De esta manera, con miras a su participación en los “Estados Generales”, el tercer estado se organizó en paralelo para discutir su posición en la denominada “Asamblea Nacional”. La mecha de la revolución ya estaba encendida: en el seno de la Asamblea se discutió el estado de situación en general y los abusos de que era víctima el estamento desde hacía siglos y se radicalizó, incorporando aspectos que iban mucho más allá del tratamiento de la cuestión impositiva, como la necesidad de imponer límites al soberano a través de la sanción de una Constitución, tal como sucedía desde el siglo pasado en Inglaterra. La negativa de Luis XVI a ceder ante estos reclamos y sus intentos por disolver la Asamblea derivaron en el levantamiento en armas del tercer estado y el resto es historia conocida: represión, toma de la bastilla, huida del rey, guillotina, Napoleón… Pero por sobre todas las cosas, se alzó el triunfo definitivo e inapelable de la burguesía, que de esta manera acariciaba por fin el poder a partir de consagrar al liberalismo como filosofía política y, dentro de éste, la idea de igualdad ante la ley mediante la sanción de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Ya no habría en Francia más estamentos ni, por ende, desigualdades desde la cuna: la perspectiva de movilidad social era un hecho.

Ahora bien, para llegar a esta victoria, previamente la burguesía debió enfrentarse en acalorados debates hacia el interior de la Asamblea Nacional con los representantes de los demás segmentos que la componían: artesanos, campesinos… es decir, los sectores más humildes de la población, quienes recibían la denominación de “Sans Culottes”, esto es, literalmente “sin culotes” o “sin pantaletas” o “sin calzones”, en referencia a la prenda de vestir que utilizaban los grupos sociales más acomodados. Una vez consumada la revolución, las posturas hacia el interior de la Asamblea eran claras y, básicamente, dos: mientras los burgueses consideraban que ya el movimiento había cumplido con su objetivo al destronar al monarca y obtener para sí el poder, motivo por el cual había que desmontar la maquinaria revolucionaria (postura conservadora); los sectores más pobres se mostraban a favor de profundizar los cambios hasta el máximo límite posible, procurando extender los beneficios y una igualdad real (económica, social y política, no sólo nominal ante la ley) a la mayor cantidad de personas posible (postura radical). De más está decir qué intereses se impusieron… Ahora bien, como en el transcurso de las sesiones los partidarios de la postura conservadora se sentaban en el ala derecha del recinto y los del posicionamiento más radical a la izquierda, desde entonces estas denominaciones han sido utilizadas para denominar a aquellos sectores políticamente más afines a una u otra tendencia.

Ese es, pues, el origen de ambos términos. Sin embargo, los mismos no estarían exentos de mutaciones a lo largo de la historia. Sucede que, paralelamente a la Revolución Francesa, se estaba gestando en Inglaterra la Revolución Industrial, cuya principal consecuencia sería el advenimiento del capitalismo como –en términos marxistas- nuevo modo de producción en el mundo occidental. ¿Qué es esto? Pues ni más ni menos que la forma en que se organiza una sociedad determinada para producir. En el caso del capitalismo, consiste en la división de las actividades económicas en dos grandes grupos: aquellos que son propietarios de los medios de producción (fábricas, máquinas, empresas) y aquellos que no lo son, y que en consecuencia se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario para poder subsistir.

De esta manera, se configuró una sociedad –tal como la conocemos hoy- dividida no ya en estamentos sino en clases sociales. Desde luego, en el mundo post-revolucionario, los propietarios de los medios de producción serían los burgueses, mientras que a la clase trabajadora, muy mayoritaria por cierto, se la conocería en lo sucesivo y apelando a una generalización, como “clase obrera” o “proletariado”, la cual se encontraba ciertamente en una situación desventajosa en relación a los capitalistas, ya que en cierta forma dependían de ellos y de los empleos que les ofrecían y en las (nada saludables) condiciones en que se los ofrecían. Quien más contundentemente llamó la atención sobre la explotación que sufría este amplio segmento de la población fue Karl Marx, cuyas ideas derivarían en lo sucesivo en distintas corrientes ideológicas como el socialismo y el comunismo. ¿Qué es, a grandes rasgos, lo que proponía Marx? Acabar con el capitalismo como modo de producción, dada su injusticia inherente, a través de una revolución liderada por el proletariado, el cual debía instaurar como fase de transición una dictadura que posibilitara sentar las bases para una organización comunista de la sociedad, esto es, una sociedad sin propiedad privada (origen de todos los males) y, por lo tanto, sin Estado, cuya tarea –decía- consistía en perpetuar la dominación de la burguesía sobre la clase trabajadora a partir de mantener acotada la lucha de clases, impidiendo la revolución. Pues bien, retomando y a la vez tergiversando los antecedentes que dieron origen a los términos que nos ocupan, a partir de la difusión de las ideas marxistas, se comenzó a identificar como “de izquierda” a todos aquellos que seguían estos postulados; es decir, ser “zurdo” se transformó en sinónimo de ser “anticapitalista”, mientras que ser “de derecha” implicaba no sólo defender al sistema capitalista en su conjunto sino, más específicamente, ser liberal, ya que desde un comienzo y durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, capitalismo y liberalismo “maridaron” a la perfección, siendo ésta última la corriente ideológica que mejor se adaptó al nuevo sistema económico dominante.

Lo curioso del caso son dos cuestiones que vale la pena resaltar: 1) Pese a que el marxismo propone como fin último e ideal la desaparición del Estado, las experiencias en donde estas ideas se implementaron acabaron por construir “superestados” con planificación centralizada, desde la Unión Soviética a partir de 1917 hasta la Corea del Norte actual, pasando por Cuba, China y entre otros casos; 2) Si el ideal del marxismo (izquierda) es la desaparición del Estado, el ideal del liberalismo (derecha) es un Estado mínimo, no interventor, que deje el desarrollo de la sociedad y de la economía librado a la iniciativa individual y a la “benéfica” acción de la “mano invisible del mercado”. Cabe preguntarse, entonces: ¿son, al fin y al cabo, tan distantes e irreconciliables ambos extremos? Mientras para unos el Estado es un mal innecesario que hay que destruir, para los otros es un aborrecido mal necesario, que hay que tolerar y conservar acotado a su mínima expresión, a fin de garantizar, mediante la seguridad y el uso de la fuerza de ser necesario (¿motosierra mediante?), los tres valores supremos: la vida, la libertad y la propiedad. Más allá de estas consideraciones personales, lo que sí queda claro es que, en los tiempos que corren, carece de todo sentido hablar de “izquierda” y “derecha” en estos términos, pues son conceptos anacrónicos que no tienen lugar ya tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el consiguiente fin de la Guerra Fría.

No será, pues, esta la idea de ellos que habría de perdurar. Una de las últimas mutaciones en verificarse se daría en el contexto de los años 30 del siglo pasado, durante la Gran Depresión tras la caída de la bolsa de Wall Street. La crisis de mayor magnitud registrada hasta entonces en la historia del capitalismo llevaría –tanto en lo político como en lo económico- a poner en tela de juicio las bondades del liberalismo hasta el punto de conmoverlo en sus cimientos, surgiendo entonces dos propuestas alternativas y a la vez antagónicas hacia el interior del sistema (por fuera del sistema, como se ha visto, operaba la extrema izquierda comunista): los fascismos[1] y el Estado de Bienestar. Y, una vez más, se identificaría a ambos bandos con la remanida antítesis entre derecha e izquierda. Los fascismos -agregando ahora al concepto la novedad de un fuerte contenido violento, autoritario y en algunos casos xenófobo- serían desde entonces la “extrema derecha” (actualmente en franco y preocupante crecimiento en Europa y en algunos países latinoamericanos), asociada hasta hoy y tras las experiencias de ruptura del orden democrático en nuestro país con el sector militar, los “fachos”. Como se ve, asistimos aquí a una perversión total del término original.

El Estado de Bienestar, por su parte, fue la salida no dictatorial que encontraron las democracias occidentales tras la crisis de 1929 para sostener el sistema capitalista, basada en el abandono de la ideal liberal del “Estado mínimo” e impulsando la intervención estatal a gran escala en diferentes ámbitos (salud, vivienda, educación, seguridad social, obra pública y búsqueda del pleno empleo). Este Estado, presente y redistribuidor, consolidó una tercera generación de derechos:[2] los derechos sociales. Precisamente, dado el mencionado carácter redistribuidor de ese Estado de Bienestar, que intentó de alguna manera garantizar condiciones mínimas de subsistencia a amplios sectores de la población hasta entonces marginados o coyunturalmente afectados por la crisis económica global, es que se lo emparenta con “la izquierda”.

Esta sí es una denominación que persiste en el lenguaje político actual y que –incluso- acaso haya sido acuñada recientemente, o al menos con posterioridad a la época en que se implantó dicho modelo. De hecho, cuando hoy en día se apela a la caracterización “es de izquierda”, bien o mal, instintivamente se piensa en este modelo de Estado y su correlato político-ideológico. Algunos optan por llamarlo “progresismo”. La pregunta es: ¿si eso es izquierda, qué es entonces o dónde ubicamos dentro del espectro político a los partidos políticos que se autoreivindican “de izquierda”, como el Partido Obrero, por citar un ejemplo? Porque si hay algo que nunca hicieron estos “progresismos” fue renegar del capitalismo, muy por el contrario, surgieron para hacerlo viable y sostenible ante la amenaza comunista… En cuanto a “la derecha”, todas las connotaciones hasta aquí señaladas parecieran coexistir en el lenguaje político contemporáneo, aportando confusión antes que certezas: ¿es conservador? Derecha. ¿Es militar? Derecha. ¿Es liberal? Derecha. ¿Es filofascista? Derecha (extrema).

Hoy en día, “la derecha”, como concepto construido y anclado en el imaginario colectivo, pareciera abarcarlo casi todo y ser útil para definir multiplicidad de posicionamientos ideológicos y políticas adoptadas en consecuencia, y por ende, al perder especificidad, no sirve. No define nada. No es un término operativo, mientras que el de izquierda, desde la desaparición de Marx en adelante, ha sido tergiversado y manoseado hasta el hartazgo. ¿Por qué, pues, no nos proponemos (los cientistas políticos en todo caso) empezar a pensar en nuevos conceptos y categorías, que sustituyan a la ya desgastada e inconducente oposición maniquea izquierda-derecha y describan más fielmente los cambios acontecidos en el escenario político-ideológico contemporáneo, brindándonos así mejores herramientas para interpretar el mundo en que vivimos (y votamos)? Es sólo una sugerencia, pero aportaría mucho.

[1] Si bien es cierto que el inicio de estos regímenes fue anterior, con la llegada de Mussolini al poder en Italia en 1922 tras la “Marcha sobre Roma”, el punto cúlmine de este “modelo” se dio en los años 30 del siglo pasado mediante el ascenso de Hitler en Alemania (1933) y la consiguiente alianza que ambos líderes tejieron y que derivó en la Segunda Guerra Mundial, donde fueron derrotados, poniéndose fin a la experiencia fascista en estos países.

[2] Mientras la Revolución Francesa había asegurado la igualdad ante la ley, las sucesivas reformas electorales en el mundo occidental habían ido gradualmente otorgando derechos políticos, como el voto universal masculino primero y, luego, la universalización real con la incorporación de las mujeres.