Cuando nos apresuramos en nuestros juicios, una de las estrategias favoritas para condenar o absolver rápidamente es moralizar aquello que estamos evaluando. El problema de esta división entre “buenos” y “malos” es que rara vez permite pensar de modos más complejos el fenómeno al que le estamos dedicando nuestra atención. Esto sucede más a menudo de lo que pretendemos y en ocasiones muy distintas, inclusive los animales son juzgados de esta manera: hay quienes llaman “malos” a los que matan de modo violento a otros y “buenos” a los que parecen inofensivos o protectores.

Hasta tal punto ha llegado nuestro afán moralizador que podemos pensar algunos aspectos centrales de nuestras religiones o espiritualismos como dispositivos para proyectar este carácter “bueno” o “malvado” en la totalidad de lo existente. La batalla entre fuerzas divinas y demoníacas o los premios y castigos con los que la divinidad (o el karma) juzga nuestras acciones o intenciones, permiten vislumbrar los extremos en los que reproducimos esta perspectiva moral del mundo: desde el fondo de nuestra alma hasta la inmensidad de lo real.

El filósofo holandés Baruch Spinoza fue uno de los pensadores que más claramente intentó combatir la extendida moralización de la realidad humana, natural y política. Su concepto de “Dios” justamente pretendía barrer con todas las características antropomórficas que se proyectaban en él para luego comprender lo humano, hecho “a  imagen y semejanza” de ese espejo deformado. El hombre se pensaba a sí mismo como una libre voluntad moral y por eso mismo creía en un dios del bien y del mal. Sin despejar estos prejuicios, afirmaba, no cabía la posibilidad de entender cabalmente nuestra vida y nuestras potencias. Como escribió el filósofo contemporáneo Gilles Deleuze en uno de sus libros sobre Spinoza: “para moralizar basta con no comprender”.

Cuando el objeto de nuestro juicio es el capitalismo, la moralización también suele ocupar al centro de la escena. Por lo general desplazando la evaluación desde el sistema socioeconómico a los roles de clase, se piensa entonces a los capitalistas como benefactores que “dan” trabajo y generan riqueza para toda la sociedad o como malhechores solo interesados en explotar a los trabajadores y los recursos naturales para aumentar sus ganancias de modo egoísta sin reparar en las consecuencias negativas de sus actos. El desarrollo tecnológico impulsado por el capitalismo es también visto alternativamente como bueno o malo moralmente en tanto se subraya su capacidad para aumentar exponencialmente la producción de alimentos y la esperanza de vida o, por el contrario, el modo en que lleva directamente a la extinción masiva de la biodiversidad o a la catástrofe nuclear.

Afirmar que prima una perspectiva moralista en este tipo de análisis no implica que estos fenómenos sean falsos ni que debamos dejar de juzgarlos desde esa óptica en algunas ocasiones. Pero quizás podamos abrir de otros modos la pregunta por el valor del sistema-mundo en el que estamos insertos. Comenzando por un desplazamiento que ya no interroga moralmente al capitalismo, sino que trata de comprender el lugar que la moral ocupa en él. A grandes rasgos, podríamos distinguir dos tipos de fenómenos en este sentido: uno primariamente negativo o destructivo y otro instrumental.

En el primer caso, deberíamos decir lisa y llanamente que el capitalismo parece haber disuelto todo lugar central que la moral ha tenido como rector fundamental de nuestras acciones. Aún sabiendo que este diagnóstico despertará críticas airadas, ya que preferimos suponer que nuestras vidas están jalonadas por valores dignos, humanitarios y democratizantes. Quizás debamos atrevernos a pensar que los justificativos de una moral progresista que esgrimimos cuando defendemos las bondades del capitalismo, o nuestro pretendido lugar en él, no hacen más que pretender obturar la participación directa en un sistema de acumulación de capital al que le es absolutamente indiferente toda idea de bondad. Antes que ser un genuino horizonte de sentido, la moral aparece como una máscara que portamos fundamentalmente para ocultarnos a nosotros mismos aquello que no querríamos confesarnos pero que es a todas luces evidente: lo que efectivamente progresa es la lógica económica de crecimiento ilimitado a tasas cada vez más aceleradas. Flujos económico-financieros y no precisamente principios morales son los que rigen nuestra existencia. El Dios-capital no demanda de nosotros comportamientos altruistas o prácticas virtuosas sino productividad, eficiencia y rendimientos mensurables en términos de capitalización.

En un segundo sentido podemos decir que, si bien residual, la función de la moral en el capitalismo no es para nada despreciable y en todo caso ha quedado instrumentalizada al servicio de una causa superior que no tiene corazón moral, pero para la que trabaja. Así podríamos entender la famosa tesis de Max Weber cuando puso en evidencia cómo las transformaciones en la moral del trabajo propias del cristianismo protestante fueron fundamentales para el desarrollo temprano del capitalismo.

Para pensar este fenómeno en términos más actuales, deberíamos pensar en el tipo de homo oeconomicus que interpela el capitalismo contemporáneo: un sujeto del interés devenido en  un emprendedor de sí mismo. Esto es, alguien que en cada vez más aspectos de la existencia se piensa y se constituye a sí mismo como dispositivo de capitalización privada en un entorno cada vez más inestable y competitivo.  

Sin dudas la moral se hace presente al servicio de esta lógica, siempre que entendamos los nuevos imperativos propios de la autoexplotación y el rendimiento acelerado: “darlo todo”, “soñar en grande”, “salir de la zona de confort”, “ser el dueño del propio destino”. Se trata de mandatos que profundizan la economización de la existencia pero no de un modo simplemente frío y calculador, sino intentando poner en ejercicio lo que de arrojo, pasión o ambiciones de grandeza puedan ayudar en el camino de la “superación personal”.  

Digamos entonces que antes de haber disuelto directamente toda moral, el capitalismo no deja de poner a su servicio, de subsumir bajo imperativos primariamente económicos, todas las formas del “deber ser” que puedan alimentar su maquinaria de expansión ilimitada. Y ello, fundamentalmente, cargando en los hombros de cada homo oeconomicus el peso de su propio destino en términos de capitalización.

No se trata entonces de una simple negación de la moral, sino de su banalización. Todo lo que en otras épocas fue “grande” en términos de su cualidad moral: la magnanimidad antigua, la santidad cristiana, la heroicidad guerrera, se encuentra disminuido pero operante, como una suerte de energizante que aumenta nuestro rendimiento al servicio de un nuevo señor.