Al disertar en la AmCham Summit (la cumbre que reúne a las empresas estadounidenses con intereses en la Argentina) el ministro de economía, Luis Caputo, incurrió en un llamativo sincericidio. Defendió allí la importación de alimentos para ponerle un “techo” competitivo a los excesivos aumentos locales, y expresamente señaló: “Imagínense alguien que llega rascando a fin de mes, le sacamos Precios Justos, ley de abastecimiento, de góndolas y las cosas salen 50% más que en Estados Unidos, se van a preguntar: ¿Éste es el modelo? No estamos pidiendo una baja, pero que reflejen más o menos las condiciones que estamos viviendo. Hay que dar un empujoncito para que puedan negociar con los productores, forzar la competencia. Este momento lo amerita. La gente está haciendo un esfuerzo y si los precios no reflejan un nivel razonable, no está bueno. No es en todos los productos sino en la canasta básica” (Infobae, 12/03/2024).

Dejemos de lado la discutible eficacia que pueda tener en el corto plazo la importación de fideos (si en la economía no hay dólares para comprar medicamentos…), y guardemos para otro momento la discusión sobre la asimetría entre el ahogo impositivo o tarifario que padece un productor local (que entre otras desventajas no puede comprar insumos a precios internacionales…), frente a las rebajas arancelarías de las que gozaría el competidor de afuera, y vayamos ahora al centro del problema actual.

El gobierno encaró un programa ultra-ortodoxo de apretón monetario, brutal ajuste fiscal y liberación absoluta de precios, con la consiguiente licuación de salarios, jubilaciones y pensiones. El resultado es que pasamos de un insostenible (des)alineamiento de precios relativos (heredado del gobierno anterior y que sin dudas había que corregir), a una intolerable situación en la que trabajadores y jubilados soportan todo el peso de la crisis. Así, bajo la generosa pero descaminada metáfora del “sinceramiento”, el oficialismo concedió piedra libre a los formadores de precios para que hicieran su agosto en pleno verano, provocando no sólo un terrible salto inflacionario que castiga especialmente a los sectores más vulnerables, sino que incluso golpea a una porción nada desdeñable de su propio electorado. Un certero tiro en el pie.

Cuando se toman decisiones basadas en creencias que consideramos congruentes con determinados intereses, tendemos a quedarnos tranquilos y a no explicar lo evidente: agarramos un salvavidas porque nos caímos al agua y no sabemos nadar. Pero ¿qué pasa cuando el náufrago no se aferra al salvavidas? ¿No sabe para qué sirve o se quiere suicidar? Si ponemos entre paréntesis la hipótesis del suicidio, el asunto nos lleva –en el mundo de la política- al siempre resbaladizo terreno de los mapas cognitivos y de las ideologías.

Por un lado, el gobierno defiende una visión neoliberal, dogmática, incluso anticuada de los equilibrios de mercado, desdeñando cualquier razonable mecanismo “heterodoxo” de coordinación de expectativas para evitar subas oportunistas, desmedidas e injustificables. Por otra, los empresarios –en general- no le “creyeron” a los nuevos huéspedes de la Casa Rosada y decidieron (obviamente) “equivocarse” para  arriba. Como lo reconoció el propio Caputo: la industria de consumo masivo y los supermercados establecieron precios “con un escenario cambiario de dólar a 2.000 o 3.000 pesos”. Pero el dólar libre se clavó –al menos hasta ahora- en la franja del billete de 1.000.

Todo esto pone al gobierno en un brete. A la vez que improvisa a destiempo una amenaza importadora a sabiendas de que corre con la vaina a zorros que no amainan al primer ruido, armó una tormenta socioeconómica y política (casi) perfecta: en el peor momento del año, cuando están cayendo todos juntos los nuevos precios de la economía (tarifas, impuestos, alimentos, servicios, combustibles, gastos escolares, etc.), hasta los mismos votantes ingenuos del novio de Fátima Flórez comienzan a observar lo evidente: la “casta” no ajusta, los dólares de la cacareada dolarización no aparecen, el salario se evapora, pero los productos en los supermercados o en la farmacia del barrio son más caros (¡en moneda norteamericana!) de los que se encuentran en Manhattan.

Mientras tanto, el oficialismo navega con un paraguas político a medio construir (si es que va a construirlo), carcomido por internismos de toda laya, y a cada rato muestra (en casi todas las áreas), una notoria orfandad al momento de hacer política o de gestionar los recursos organizacionales de los que dispone. A esto se suma el hecho de que las cuentas públicas están atadas con alambre: hasta el más desinformado economista noruego sabe que el aumento de impuestos en un período recesivo y la “licuación” de ingresos es contabilidad creativa para hoy pero hambre para mañana. La situación tiene tal complejidad que hasta la mismísima jefa del FMI (no nos engañemos, Gita Gopinath es la verdadera jefa del Fondo) tuvo que comerse el garrón de venir hasta aquí a explicarle al melenudo ex arquero de Chacarita una verdad de Perogrullo: sin un soporte político amplio y sin una contención social vigorosa, tanto su plan económico como su propio gobierno pueden comenzar a pedalear en el aire. En este marco de tensiones, los sectores económicos privilegiados –que en principio tienen intereses y creencias más afines con el poder ejecutivo-, han hecho una “contribución” devastadora al desaguisado que estamos viviendo. 

En los estertores del gobierno de Raúl Alfonsín, en medio de la crisis hiperinflacionaria desatada a partir de febrero de 1989, se hizo famosa una frase del veterano dirigente radical Juan Carlos Pugliese, por entonces ministro de economía, referida a los dueños del poder económico: "les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo". Tal vez con el tiempo, el dogmático presidente Milei y el más pragmático pero insensible ministro Caputo, contribuyan a la picaresca nacional con otro hallazgo epistemológico de similar tenor: “a los empresarios les hablamos con la ideología pero nos respondieron con el bolsillo”.