Por estos días estamos celebrando los 40 años del retorno a la democracia en Argentina, dado que el 30 de octubre de 1983 volvimos a las urnas. A principios de este año muchos suponíamos-sobre todo los más entusiastas-que 2023 no sería un año cualquiera, por el festejo de una democracia que parecía estar consolidada, a pesar de sus inconvenientes. Más allá de sus errores, no habría camino de retorno a las oscuras profundidades de nuestro pasado: el autoritarismo ya no tendría cabida. Sin embargo, a pesar de que nos hagamos los distraídos, y como ya lo sabemos hasta el hartazgo, no es todo color de rosa en Argentina. No alcanza con festejar el aniversario de la democracia para hacerle el honor que amerita; celebrar que vivimos en un régimen que nos debe garantizar ciertas libertades a todos por igual se debe hacer todos los días con el compromiso y esfuerzo de todos -principalmente, de los políticos porque ellos eligieron dedicarse a la cosa pública y deben dar el ejemplo. No deja de ser casual que, hasta ahora, no haya habido un  festejo institucional que incluya a las principales fuerzas políticas y actores sociales, algo bastante improbable que ocurra. De modo que la diversidad y disparidad de festejos, tal vez, nos esté diciendo algo sobre nuestra actual situación política.

Las definiciones de democracia abundan desde que los griegos la descubrieron y discutieron sobre ella hace más de 2400 años; el riesgo de la lucha facciosa siempre fue destacado como una situación bastante factible. Actualmente, se acepta a la democracia como la mejor forma de gobierno porque-entre otras cosas- garantiza cierta libertad e igualdad, acepta la diversidad y el pluralismo, permite la alternancia en el poder, respeta la división de poderes y la vigilancia del poder, resguarda los derechos humanos, etcétera. Asimismo, en el marco de la representación política, el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes, según señala la Constitución Nacional. Por tanto, una entidad colectiva como el pueblo, cada determinada cantidad de años, emite su veredicto sobre los representantes y este, el 2023, es uno de esos años en que el pueblo está brindando su opinión sobre la marcha de las cosas. A juzgar por los resultados y los altos niveles de abstención, el pueblo parece estar muy descontento con sus representantes en los distintos niveles y, si el pueblo siempre tiene la razón, no habría que juzgarlo sino asumir la responsabilidad que implica la política como transformación de las condiciones de vida en un marco de convivencia pacífica y búsqueda del bien común. Algo que pareciera ser que quedó añejo en la actualidad porque lo que estamos observando es una lucha despiadada por el poder donde distintas facciones tan solo buscan satisfacer sus intereses particulares. Por supuesto, sería ingenuo creer que la vida en democracia garantizaría por sí sola la búsqueda del bien común y una estabilidad y un progreso permanentes y las virtudes necesarias para que ello sea así, aunque podría destacarse que hay límites que no deben cruzarse para que la nave democrática no llegue a playas inciertas e inseguras.  

Y es que, al fin y al cabo, durante los últimos 40 años le hemos estado dando forma a esta lucha facciosa por el poder en la que lo que solo pareciera importar son los intereses particulares por sobre el interés colectivo. Así, luego de una feroz dictadura militar pasamos de una democracia representativa en la que los partidos políticos institucionalizados se disputaban el poder mediante las normas democráticas al mismo tiempo que garantizaban cierta estabilidad de las tradiciones e identidades políticas, a una democracia de facciones que no dialogan con las otras. Esto último implica que peligra la convivencia pacífica bajo ciertas normas comunes porque para los políticos solo parece relevante alcanzar cargos para ir contra los intereses de las facciones contrincantes. Si bien esto lo estamos viendo de forma brutal por estos días, ese es un caldo que se cultiva lento. Así como en la vida las amistades no se rompen de un día para el otro, en la polis tampoco de golpe y porrazo la política se corrompe en un campo de batalla lleno de traiciones, camarillas y falta de diálogos en pos del interés común. Es en este contexto de una democracia de facciones en la que puede entenderse la superabundancia de conmemoraciones sobre los cuarenta años de democracia, por lo que al haber tanta diversidad de festejos puede interpretarse que cada facción establece el suyo según su ombligo y su propia visión de la democracia, que ya no es compartida, como sí podría pensarse que, tal vez, lo haya sido hace 40 años.

Dado que así como la construcción de lo que hemos hecho durante estos 40 años se hizo a fuego lento, también costará reconstruir la situación. Podríamos empezar por preguntarnos qué virtudes son necesarias en la búsqueda del bien común -y ya no solo la virtud en el sentido de Maquiavelo- ante estas incapacidades y estrecheces de miras que tienen gran parte de los políticos argentinos, para que más ciudadanos no sigan siendo impulsados por debajo de la línea de pobreza. Si no consideramos qué virtudes ameritan el nuevo tiempo político, considero que corremos algunos riesgos de cruzar ciertos límites, tales como la emergencia de líderes con algún golpe de suerte o fortuna, tal como analiza Maquiavelo. Al mismo tiempo, corremos riesgos de que se profundice la lucha facciosa, lo que puede llevar a una mayor fragmentación social y polarización política. Tal como muestra la historia, cuando ello es así, quizá, el autoritarismo tenga altas probabilidades de prender rápido en algunos sectores sociales y, después, expandirse sin que nos demos cuenta, dado que estuvimos mirando para otro lado o persiguiendo el más mezquino beneficio individual o faccioso. No sería un buen augurio sobre la democracia argentina que tantas vidas costó hace más de 40 años.