Jacques Lacan (1901-1981) dijo, agregando leños a una vieja hoguera, que podemos estar seguros —yo añado que no siempre— de lo que decimos, pero no de lo que los demás escuchan, comprenden o interpretan sobre nuestros dichos. Este problema encuadra el discurso del candidato presidencial Milei sobre la “casta”. En tal sentido, lo que desvela a los consultores-analistas y turba a los políticos es: ¿qué escuchan e interpretan los públicos ciudadanos? Una respuesta a esta incógnita queda fuera de mi rango de capacidades. De todos modos, según mi interpretación, “casta” parece asumir tres roles en las alocuciones de Milei. Primero, los gobernantes deben ser removidos por advenedizos; segundo, casta como sinónimo de políticos profesionales; tercero, en tanto grupo privilegiado que vive a expensas de los impuestos.

Quizá, emulando el consejo que Quinto Cicerón (en su “Manual del candidato”) le ofreciera a su hermano, el ahora candidato Milei seguramente viene repitiéndose: — “soy un advenedizo, quiero ser [presidente] y esto es [Argentina]”. Lo interesante aquí es que un advenedizo quiere (o viene a) sustituir (“echar a patadas” en sus palabras) a la actual clase dirigente. Si bien el advenedizo es nuevo, lo relevante no es su carácter de novel sino su pureza: no está contaminado. La pureza es el conector entre el líder y sus seguidores, puesto que la intermediación mancharía esa castidad. Por esa razón, muchos analistas ven en Milei a un populista. Sin embargo, su condición de advenedizo no impide, aun manteniendo su halo de pulcritud, convertirse en élite política. Por el contrario, es su destino, como el de todos los populistas. Tampoco habría en este razonamiento un cuestionamiento a los saberes y conocimientos inherentes al arte de gobernar.

Muy distinto parece ser el escenario que se monta cuando interpretamos “casta” como políticos profesionales. El candidato Milei podría hacer suyas las palabras del ensayista Hans Magnus Enzensberger (1929-2022): “el político profesional es, en general, una persona sin profesión” (en “Compadezcamos a los políticos”, reunido en Zigzag, Editorial Anagrama, 1999). “Sin profesión” no significa un catacaldos. Muy por el contrario, el político a lo largo de su carrera reúne un amplio conjunto de conocimientos tácitos que sólo son útiles para la vida política. De modo que “sin profesión” significa que el mundo no-político le resulta inhóspito y hostil. Su profesión es el blanco de los insultos y las burlas, aunque como buen profesional las procesa con la pérdida de su “soberanía temporal”. Donde el profesor Enzensberger ve un grupo humano que merece compasión, Milei los hace blanco de su constante denuesto. No obstante, el ensañamiento de Milei para con los políticos profesionales no sólo reditúa votos, también presenta al quehacer político y sus saberes como sentido común. Es decir, pone pica en el terreno más democrático de todos. Pero si la historia nos enseña algo es que quien gobierna necesita de la profesión política y Milei no deja de advertir que él será también blanco de los futuros improperios. Esto último hace recordar lo que el inmortal Dostoyevski supo decir (en El jugador): hay gente que tiene más ambición que alma. Entonces, parafraseándolo, se podría sentenciar que, para ganar una elección, se requiere que la ambición vaya por delante de la razón. Y en ese sentido usar “casta” sirve a éste mandado.

Finalmente, está el asunto de casta en alusión a quienes viven del erario. En éste escenario hay muchos cabos sueltos, aunque Milei se ha referido con insistencia al grupo de personas que viven del Estado sin ser políticos profesionales. Este grupo no sólo es amplio, también heterogéneo, alcanza a empresarios contratistas, concesionarios, técnicos, asesores, empleados permanentes, entre otros. A raíz de sus dichos sobre el Conicet se ha disparado una pregunta: ¿cuáles serán los criterios para erradicar la casta que vive a costillas de los impuestos? ¿Serán el fraude, la inutilidad, la ineficiencia o la inmoralidad? Aquí hay asuntos objetivos o, al menos, intersubjetivamente evaluables. Otros, en cambio, se dirigen al terreno de la discrecionalidad y, peor aún, hacia una concepción estrecha del bien. Me temo que en este escenario la casta resulta, para citar al inigualable Michael de Montaigne, una palabra que “es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha”.

Hasta acá escribí sobre lo que escucho cuando dicen “casta”. La verdad sobre ella está en el horizonte. Videbimus.