Son días tumultuosos en todo el mundo. Pero la sensación de un huracán que nos pega en la cara es más profunda acá en Argentina, especialmente durante la semana previa a las elecciones nacionales. Hay muchas posibilidades que la fuerza política liderada por Javier Milei reciba un fuerte respaldo en las urnas. Se me ocurren entonces estas notas rápidas que quizás se desvanezcan pronto o reorienten nuevas reflexiones luego del domingo. Es un escenario difícil; quien lo duda. Pero aquí no voy a hablar de la naturaleza del voto bronca ni del resurgimiento de posturas negacionistas tanto del cambio climático como del accionar de la última dictadura. Voy a explorar, en cambio, algunos temas vinculados al contenido sociológico de la propuesta (o en realidad, la ausencia de esa dimensión). Desde la sociología resulta atractiva la idea de asomarnos a un espectáculo social asombroso, incierto y desconcertante, básicamente por dos motivos. Uno, teórico o estrictamente sociológico; el otro, empírico o más político- administrativo.

Antes de analizar estos dos puntos, se debe comenzar haciendo una confesión que engloba diversas cronologías y generaciones. Es hora de reconocer la derrota político- cultural de un conjunto de valores que fundaron la creencia (nunca totalmente confirmada, por cierto, pero socialmente posible) que orientaba la lucha por un mundo capaz de combinar el desarrollo económico con la integración social. El mismo derrotero pudieron haber sufrido algunos círculos de la derecha conservadora hace cinco décadas, cuando sintieron que el proyecto de posguerra (basado en la planificación, el control estatal y una visión macro-social del cambio) amenazaba con sus colmillos seudomarxistas comerse enteramente sus sueños de una sociedad libre. Ahora vienen por la revancha, con jugadores menos dotados quizás, pero ya empataron y van por la victoria en los penales con la hinchada y los árbitros del VAR a su favor.

En primer lugar, para la sociología resulta notablemente fascinante la posibilidad de sentarse en la primera fila de un posible experimento social, que no tiene antecedentes empíricos y ni teóricos reconocidos en la modernidad. Al menos con una intensidad discursiva sorprendente, Milei propone un plan para establecer un marco de relaciones sociales totalmente desregulado, que inclusive tensiona alguno de los principios institucionalistas del propio neoliberalismo. Las ideas extremistas de Milei remiten a la infausta frase pronunciada por Margaret Thatcher en 1987; “¿Quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa!” (Who is society? There is no such thing!). Ella agregaba: “Hay hombres y mujeres individuales y hay familias y ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de la gente y la gente se mira a sí misma primero”.

Esta idea profundamente antisociológica retrotrae el debate político y social varios siglos atrás. Este viaje en el tiempo ideológico nos transporta a un período previo al utilitarismo de Spencer (que por cierto estaba empecinado contra el estado coercitivo y los atropellos legislativos pero reconocía un marco mínimo de sociabilidad, lazos morales y sinergia social, más allá de los deseos individuales). Pero, se nos propone además un salto virtual y enfático a una época precontractual, en el cual toda la filosofía política de occidente de los últimos trescientos años, empezando por Rousseau, queda convertida en una gran patraña intelectual que nos sumergió en la esclavitud.

La negación de un pacto social se sostiene en la idea de que las interacciones se completan por acuerdos y experiencias individuales donde resulta menos oneroso su respeto y cumplimiento que atentar contra las expectativas previstas. A largo plazo, este patrón de comportamiento termina por fundar un orden social estable. Por lo cual, este discurso crea la ficción de la preminencia de lógicas mercantiles sobre el resto de las dimensiones de la vida social. Sin embargo, esta utopía no incluye ninguna mención a las desigualdades de recursos como factores de dominación y limitación de la acción humana; es una microfísica del no- poder.

En segundo lugar, la sociología política argentina se enfrenta a un laboratorio en el cual se perfila un presidente que muy probablemente no tenga apoyo territorial ni estructura política que acompañe sus proyectos. Considerando que los votos le otorgarán legitimidad de origen suficiente para disponer de los recursos institucionales, la pregunta sociológica es si Milei podrá gobernar y acumular legitimidad de gestión sin el control del congreso, sin lealtades políticas en las administraciones provinciales o locales, y posiblemente ningún poder de movilización en las calles. Con mucha probabilidad, tampoco contaría, sólo quizás en una primera y corta etapa, con el beneplácito de los medios más concentrados. 

El riesgo político es que esta ausencia de compromisos políticos previos le pueda dar mayor autonomía al accionar de Milei. Es interesante observar que, en la actual crisis de representación, el sistema político argentino puede encontrar resoluciones que confirmarían la clásica predicción del liderazgo carismático y la identificación popular. Se confirmaría aún más el rasgo presidencialista de la democracia argentina, existiendo muchas posibilidades de un estilo de gestión de corte cuasi-monárquico por fuera de las instituciones, las redes y alianzas partidarias y los acuerdos políticos. El sistema político nacional puede sostener con mucho margen estas acciones ya que ha probado con relativo éxito el ímpetu del decisionismo de todos los gobiernos democráticos en el país por lo menos desde 1989. Pero siempre estaban el parlamento o la participación popular para confirmar las decisiones.

Sin embargo, esta posición de líder triunfante cuestionado desde el minuto cero será aprovechada como la confirmación auto-cumplida de su lucha antisistema. Todo bloqueo o resistencia acelerará su empeño por el cambio vía la destrucción de las normas y las instituciones. El interrogante ahora es si el Congreso y las calles convalidarán o cuestionarán las decisiones. Queda ver también si la herramienta represiva podrá ser usada para construir esa legitimidad pendiente. Pero, deberá apurarse. Los tiempos electorales son tiranos y Milei está obligado por lo tanto a colmar expectativas diversas con mucha premura.

Es realmente inconcebible que, en momentos de exclusión social en gran escala y persistencia en el tiempo, se consoliden proyectos políticos que, en vez de generar reclamos por mayor integración social, reafirmen paradójicamente la negación del otro. De esta forma, el prójimo dejó de ser alguien que sufre y enfrenta los desafíos de la vida cotidiana con capacidades y recursos limitados. Por el contrario, el semejante se convirtió en un ser social foráneo, peligroso, cuya propia existencia significa la expropiación de lo ajeno, mediante la carga fiscal. Hay un fenómeno político que debe ser comprendido densamente. Me refiero al conjunto de preferencias y expectativas político- electorales compartidas que se expresan en el voto simultaneo a Milei. Allí confluyen tanto las clases medias consolidadas como los sectores ligados a la informalidad urbana. Los primeros grupos lo votan como acto de distinción, exclusión y cierta rebeldía. Pero su comportamiento electoral repite una mirada anti-estatal de largo plazo. De esta manera, esta acción ignora por completo el principal factor explicativo de su propio bienestar: la expansión del consumo interno y la consolidación de políticas productivas. Los segundos, en cambio, se sienten abandonados (con razón) por las políticas estatales pero denuncian el progreso espurio de los demás. Niegan para todos y todas los derechos que ellos no pueden tener. Esta nueva configuración cultural de la política amenaza todo espacio público que pueda sostener una visión promisoria sobre la justicia social.

Un rasgo sorpresivo de este esquema es que se ha naturalizado la crítica a la justicia distributiva, como si fuera un plan organizado de expropiación de riqueza. Los derechos se convirtieron en privilegios, es decir un proceso de apropiación indebida de la riqueza. Es necesario recuperar urgentemente la defensa de una definición de justicia como un espacio de mediación de posiciones divergentes o conflictivas tras un daño o un desacuerdo. En la propia idea de justicia subyace el presupuesto compartido que su objetivo es subsanar el problema, muy lejos del castigo y más próxima a la reparación. En este sentido, todos los actores involucrados están dispuestos a perder algo en búsqueda de ese bien común por fuera de sus propios intereses. Queda clarísimo que, en términos de la igualdad democrática, esa pérdida no debe medirse como una matemática ecuánime sino que deben ceder más proporcionalmente los poderosos o económicamente favorecidos. Pero, como la justicia le quita más al fuerte y menos a los débiles, Milei insiste en ver y denunciar una expropiación o directamente un robo. La pregunta es: ¿A cuál definición de justicia apelará Milei a la hora de gestionar y resolver los conflictos por la distribución injusta de los recursos?

El proyecto político y cultural de Milei amenaza con romper o al menos desconocer los principios fundantes de la modernidad occidental, que al mismo tiempo son la base de la sociología moderna. La propia de idea de lo social supone (como verdad de Perogrullo) la existencia de lo que se ha denominado sociedad. Esta cosa (such thing, al decir de Thatcher), que tiene presencia real y al mismo tiempo es una construcción significativa, mantiene unidas (sujetadas) a las personas mediante un lazo independiente de sus propias acciones.

De este modo, la sociología tiene el desafío epistemológico de comprender los valores fundacionales de esta nueva derecha disruptiva. Se torna urgente la necesidad de identificar y analizar la mezcla sintética que reemplazará al lazo social para mantener unidos a los individuos. Queda claro que no hay en este discurso una sociología posmoderna que piensa lo social desde los estilos de vida y la unidad aglutinante de los diferentes actores a través de sentimientos tribales compartidos. Tampoco es un regreso al comunitarismo en el que las personas forman parte de un todo integrado de identidades, experiencias y espacios comunes. La clave heurística aquí es la idea del compartir; pero, para Milei, compartir es una aberración porque atenta contra la riqueza y la acumulación del capital.

Tanto en la tribu como en la comunidad existe una conciencia colectiva que orienta, limita y redirige la acción individual. En la sociedad moderna, en tanto un salto ontológico de la evolución social, se fueron conformando un entramado de articulaciones estatales y sociales que, sin desconocer el logro de cada uno de los individuos, dieron sentido a un proyecto social colectivo. No es el mercado (en términos de una asociación egoísta e interesada) la que mantiene unido, estable y ordenado al conjunto de individuos. Contrariamente, la idea de una organización colectiva se basa en la división social y funcional del trabajo, es decir una red articulada de necesidades, reciprocidades, roles diversos, compromisos, obligaciones, lealtades y solidaridades. La existencia de cada uno/a de nosotros/as requiere de los otros/as aunque nos los veamos o reconozcamos. En los últimos dos siglos, por lo menos, la sociedad y el estado han desplegado no sólo una mano sino dos manos invisibles que posibilitaron la vida en común; es decir, la democracia, el desarrollo tecnológico, los avances en ciencia y salud, entre otros temas.

En ocasiones, el mercado fue un obstáculo antes que la solución. Esto no significa que haya que eliminarlo de la ecuación pero de ninguna manera convertirlo en la única variable de la fórmula. Hoy vemos la fuerte expansión del mito del esfuerzo propio. A ello se suma el grito irascible que afirma que toda acción estatal es causa y resultado de la manipulación, la cooptación y la expropiación de recursos. Se debe denunciar este desconocimiento, ignorancia o directamente la deliberada negación del peso de las políticas públicas (especialmente las educativas) en la movilización social ascendente. Con el triunfo de Milei, es posible anticipar el ascenso de una nueva elite de dirigentes y líderes políticos (una casta, en el lenguaje nativo de la nueva derecha) tecnocrática y aséptica (y por lo tanto peligrosamente irracional). Sus acciones se basarán con mucha probabilidad en un positivismo chato, vacío de cualquier contenido filosófico y sociológico. Quizás lo que más deberíamos temer en los próximos años es la ausencia de emociones y empatías de los decisores.

Ante estas amenazas, es necesario resistir y frenar la ola creciente de la anti-política. Primero, por la ficción de su contenido. Segundo, porque la crisis requiere como solución el fortalecimiento de la acción política. Por lo cual, no queda otra alternativa que seguir luchando para profundizar la democracia y garantizar la justicia social, que por cierto no es un robo. Siguiendo a François Dubet, hay que confirmar a la justicia como una noción central del espacio político, ya que es la garantía de la libertad. La justicia permite el reencuentro de la propia biografía con el camino de los demás. Hay que gritarlo a toda voz, no hay individuos sin sociedad. No hay autonomía personal sin integración social. No hay libertad sin igualdad; y hay menos libertad cuando falta fraternidad.

*Quiero agradecer el aporte y la colaboración de los y las estudiantes de la Carrera de Sociología de la Universidad Nacional del Litoral, con quienes compartí estas ideas la semana pasada y pudimos convertir el aula en un espacio de taller tipo “tormenta de ideas”. Esa reunión ayudó sin duda a dar forma al texto. Igualmente a Julia, una colega santafecina, a quien le pedí prestadas varias afirmaciones.