La pobreza ocupa lugares de importancia en portales, diarios y noticieros cuando se dan a conocer los índices que la involucran. Luego, como todo aquello que detenta el carácter de “noticia”, es relegada a espacios que concitan menos atención. Pero estos avatares mediáticos poco y nada implican para quienes la pobreza no es el resultado de una serie de cálculos sino una experiencia cotidiana, concreta e ineludible.

Se trata aquí de reflexionar sobre el modo en el que comprendemos la pobreza quienes no la vivimos en primera persona. Pero no querría entrar en un tema tan delicado sin antes expresar cierto pudor que aparece (o que debiera aparecer) siempre que alguien intenta articular un discurso sobre la pobreza desde la comodidad de sus necesidades básicas aseguradas. Referirse desde cierta exterioridad a tópicos como éste supone el riesgo de banalizar padecimientos y retardar urgencias. Si el contenido de esta página –con independencia de acuerdos y desacuerdos– no resulta indiferente para el lector atento, asumir dicho riesgo habrá valido la pena. Más allá de eso, vale explicitar que lo que se expresa en los párrafos siguientes corre por mí cuenta. No hablaré en nombre de quienes viven la pobreza; ellos tienen voz propia, y si esa voz no alcanza a ser escuchada, será por una deficiencia de todos los demás.

En cuanto a las formas de comprender la pobreza, pueden distinguirse al menos tres.

Desde la primera de estas miradas, la pobreza aparece como una cuestión eminentemente demográfica, una categoría que sólo puede delimitarse, sopesarse y medirse en términos estadísticos. Es comprensible que el Estado se aproxime a la pobreza desde esta clave. En tanto regulador de un importante conjunto de elementos que influyen en las dinámicas macroeconómicas, el Estado opera por obra u omisión sobre variables generales. Entender y actuar estadísticamente es, en gran medida, lo que el Estado puede hacer. Pero en su reproducción discursiva, esta perspectiva encierra un peligro: hace que la pobreza aparezca casi como un fenómeno climático. Así, la problemática se presenta como una cuestión impersonal y, en más de un sentido, inexorable.

La segunda mirada comprende a la pobreza como la serie de angustias que experimentan personas concretas y particulares. Esta perspectiva impulsa tendencias como la solidaridad, es decir, el compromiso de ponerse en el lugar de los menos favorecidos por parte de quienes no viven la pobreza en primera personaLa solidaridad puede atender necesidades puntuales e inmediatas, lo que ciertamente no es para despreciarPero este accionar tampoco está exento de dificultades, pues puede muy fácilmente entrar en crisis cuando la desigualdad se naturaliza y, lejos de aparecer en su negatividad, se convierte en algo deseable por parte de los menos desfavorecidos. En efecto, en nuestro mundo contemporáneo, a menudo preferimos la desigualdad porque ella funciona como barrera de protección frente a esos otros que se nos presentan como amenaza, tal como afirma el sociólogo François Dubet en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad (aunque digamos lo contrario)? El ejercicio de la solidaridad puede tener motivos loables, pero cristaliza cuestiones estructurales muy complicadas, pues si debemos ponernos “en el lugar de otro”, es porque hay algo que nos diferencia. Y ese algo nunca es señalado ni menos aún puesto en cuestión.

Estas dos miradas sobre la pobreza separan a satisfechos de necesitados, y obturan la posibilidad de pensar lo que entre todos tenemos en común. Refuerzan una dinámica de otredades e individualismos que se replica en mecanismos sociales y psicológicos pero también físicos y espaciales que dividen y aíslan, generando una espiral de indolencia que parece no tener fin. Así, para quien no es pobre, la pobreza puede resultar un problema más o menos próximo, más o menos preocupante, pero en cualquier caso, ajeno. El pobre sólo puede existir como exterioridad, obstáculo o amenaza. En definitiva, el satisfecho asume que entre él y el necesitado no hay nada en común. El sufrimiento del necesitado podrá resultar indiferente o bien lamentable, pero nunca será tomado como propio por parte del satisfecho, quien no encontrará razón ni motivo para hacerse responsable por aquél.

La responsabilidad aparece como una tercera perspectiva que se diferencia tanto de la estadística como de la solidaridad. Esta otra mirada adopta como punto de partida una doble afirmación: 1) el sufrimiento es el límite ético de toda interpretación, y 2) cualquier sufrimiento humano nos afecta a todos y a todas, nos hace responsables desde nuestro lugar, sin necesidad de que nadie tenga que salir de sí mismo e intentar ubicarse momentáneamente en el lugar de otro. Desde esta otra mirada, la pobreza comprendida a partir de su vector más urgente nos atraviesa y nos enfrenta por igual a una vergonzante obligación así como también a una pesada carga. En última instancia, esta carga es la consecuencia de una idea de humanidad que, sin recurrir a esencialismos, nos obliga a reconocernos como parte de un trasfondo común, lo que implica un ejercicio ético y político ciertamente complejo.

¿Será la responsabilidad, así comprendida, una forma de solucionar, aunque más no sea parcialmente, el problema de la pobreza? ¿Reducirá en alguna proporción, aunque sea minúscula, los índices que la miden? ¿Pondrá pan en la mesa de alguna familia que no lo tiene? Lo más probable es que nada de eso ocurra de manera inmediata. Pero reforzar este sentido de la responsabilidad tendría un efecto fundamental: la pobreza ya no podría interpretarse como un fenómeno cuasi-natural e impersonal, lo que nos obligaría a dejar de pensar que el incremento de las desigualdades es el producto de mecanismos económicos a los que no podemos oponer otra cosa que nuestra indignación. La perspectiva de la responsabilidad por lo común nos obliga a aceptar que la pobreza es uno de los resultados directos del modo en el que se organiza la producción humana, por lo que, ante ella, ya no podríamos hacer aquello a lo que tanto nos hemos acostumbrado: mirar hacia otro lado.

*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario. Investigador de Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Twitter: @boti927