Todos entendemos que Argentina tiene una obsesión con el dólar. Y la mayoría entiende también que se trata de una obsesión peligrosa. A riesgo de simplificar, se podría justificar este comportamiento de dos maneras: el “racionalismo” y la justificación “cultural”.

La visión racionalista interpreta que comprar dólares es la reacción racional ante la histórica inestabilidad argentina. La inflación alta y volátil no necesariamente anula a la moneda nacional como medio de cambio, pero pierde atractivo como reserva de valor. En Argentina, se indica, no se puede ahorrar en pesos, y por eso se ahorra en dólares.

Pero esta explicación no es suficiente. Es necesario comparar los rendimientos esperados de cada moneda. Si bien, guardar dólares bajo el colchón es claramente preferible a guardar los pesos, debemos determinar qué tasa de retorno es superior. Si la tasa en pesos supera la tasa en dólares más la devaluación esperada, entonces convendrá mantener un plazo fijo en moneda local, y viceversa.

Un hecho estilizado que respalda esta tesis es que tener dólares bajo el colchón fue muchísimo más rentable que depositar en un plazo fijo. A mediados del siglo pasado se necesitaban cierta cantidad X de pesos para comprar 100 dólares. Colocando ese monto a la tasa de interés pasiva durante casi 70 años (y asumiendo que el banco mantiene intacto los ahorros), ¿cuántos dólares compraríamos hoy? La respuesta es perturbadora: en lugar de 100 dólares podríamos comprar 0,0005 dólares. Un ahorrista que hubiera decidido vender 100.000 dólares hace 70 años y depositarlos a interés en pesos, hoy podría recomprar 50 dólares. De guardar esos 100.000 dólares bajo la cama, hoy los seguiría teniendo (aunque devaluados, por la inflación en dólares).

Pero esta evidencia aun no alcanza para demostrar la obsesión con el dólar. Los argentinos podrían haber invertido en otros activos como las acciones, los inmuebles u otras monedas. El economista argentino Eduardo Corso indica que la presencia de ambigüedad respecto de si habrá una devaluación o no produce demanda de dólares, y que cuando la gente no quiere “jugar al dólar”, se refugia en inmuebles. Dólares e inmuebles son las fuentes de ahorro típicas en Argentina, pero una gran diferencia a favor del primero es que es mucho más líquido y fácil de adquirir.

La otra justificación destaca los rasgos culturales de la obsesión, que subrayan la persistencia del fenómeno a lo largo del tiempo y su irracionalidad. El dólar simbolizaría el poder económico de Estados Unidos, la representación de una “economía soñada”, y su extensión en el uso se debería al contagio psicológico-social. La evidencia favorable a esta posición considera que si bien inicialmente hubo un rol para proteger el valor de los ingresos frente a la inflación, la demanda no cejó en períodos de larga estabilidad, como durante la Convertibilidad. Más aún, esa práctica se prolonga hoy, cuando el acceso a alternativas de inversión más rentables se ha vuelto mucho menos costoso.

Mi impresión es que las dos explicaciones son complementarias. La racionalización de que “el que apuesta al dólar nunca pierde” solo aplica al comparar con el rendimiento de los pesos y en el largo plazo, y requiere algún tipo de “sobresimplificación” en las decisiones de cartera en favor de la divisa. También es cierto que los hábitos de ahorro no son fáciles de modificar y que los individuos tienden a ser más aversos al riesgo de lo justificable por la evidencia. La próxima vez que usted compre dólares, no se sienta ni un genio de las finanzas ni un cobarde simplón, solo recuerde que usted es tan humano como todos los demás que hicieron lo mismo.

*Economista, docente de Macroeconomía de la UBA, ex Director del Ministerio de Economía.