Antiguamente, las cosas eran más sencillas. Había provincias peronistas, otras radicales y estaba el Movimiento Popular Neuquino. Pasaron los años, los crack económicos, los grandes partidos no desaparecieron pero entraron en crisis, y entonces, un buen día, todos empezaron a seguir la huella de la familia Sapag. No alcanza con declamar amor por CFK y odio por Mauricio Macri, o viceversa. Hay que armar un discurso, un candidato, una propuesta atenta a las especificidades del territorio en que se va a desplegar. Las sombras de Felipe Varela y de Juan Facundo Quiroga pesan: el federalismo argentino hace sentir su peso puertas adentro de cada comarca.

A Neuquén, pues, hoy se le suman Santiago del Estero, Misiones, a su modo San Luis y Córdoba, puede darse por inaugurada la fase rionegrina del fenómeno y, en realidad, en casi todas las provincias los oficialismos se sustentan en coaliciones que no pueden proyectarse nacionalmente.

Jorge Capitanich supo capitanear en Chaco un armado que, en su momento, fue desde sectores de izquierda trotskista hasta el PRO local. Cuando el Movimiento Evita rompió el bloque de diputados nacionales kirchnerista en 2016, el intendente de Avellaneda, Jorge Ferraresi, a la sazón vicepresidente del Instituto Patria (nada menos), se esmeró en sostener adentro de su gestión a la versión municipal de dicha organización política-social. Y así podríamos seguir hasta el hartazgo.

Tan a fondo va esto que, a partir de 2011, como derivación de algo que tramara Néstor Kirchner desde su asunción presidencial en 2003, nació el intendentismo. El santacruceño inventó el trato mano a mano con los jefes comunales para eludir las presiones de la mesa de gobernadores que había maniatado sucesivamente a Fernando De La Rúa y a Eduardo Duhalde, y que él conocía bien… porque la había integrado. Les destinó más recursos de lo usual, los más pillos los aprovecharon capturando funciones otrora provinciales y así fueron ganando volumen.

Los pueblos, pues, votan de manera cada vez más sofisticada, atendiendo particularidades de terruño, evaluando cada performance separadamente, y no anticipando evaluaciones nacionales.

La gobernabilidad, así las cosas, irá complejizándose, con expresión legislativa fundamentalmente.

El macrismo, un poco forzado por la realidad de que su marca tira para abajo en fuera de la zona núcleo pampeana, y otro tanto porque su grieta irreconciliable es exclusivamente el kirchnerismo, ya abandonó definitivamente el sueño que elaboró a la salida de su éxito en las legislativas de medio término de 2017 (duplicar o más la cantidad de provincias con que hoy cuenta), se concentra en el comicio presidencial y en cada capítulo parcial apenas puede intentar insistir en la polarización y el desgaste de CFK, pretendiendo que cualquier traspié peronista es el de ella. En cuanto a Río Negro, el tipo de mensaje con que explicó el gobierno reelecto su victoria lo complica.

Cristina Fernández, en cambio, aprendiendo del error de Neuquén (donde puso el cuerpo y se compró un triunfalismo que se reveló disparatado), dejó hacer al derrotado Martín Soria y no hostilizó a la gobernadora electa Arabella Carreras. No se trata exactamente de huir de la contradicción con un presidente que invita a pegarle, sino de explorar el contexto justo para hacerlo. Si otros deciden desnacionalizar, ¿para qué comprarse una lastimadura al divino botón?

Bajar candidatos de Unidad Ciudadana en provincias en que otros justicialistas miden más y la lista propia en Córdoba directamente, jugar al torero en Río Negro. Si Cambiemos pudo surfear razonablemente bien una multiplicidad de mandatarios locales ajenos, ¿por qué no podría hacerlo un/a peronista? Más que a su candidatura o no, lo que temen en Balcarce 50 es a una CFK que aprenda de sus errores del pasado reciente y corrija. Si juegan con el temor a esa memoria, ¿qué mejor que agotar cuanto gesto haga falta por disiparla?

Si molestó el ‘Vamos por todo’ del tercer ciclo, el Instituto Patria ahora hace bandera de ceder.