Lo primero que le piden los ciudadanos a la política es que les mejore un poco la vida, o por lo menos que les de la expectativa de mejorar su vida. Hace por lo menos 10 años que la política les devuelve exactamente lo contrario. La onda larga de la última década es que somos cada día un poquito más pobres, que estamos cada día un poquito peor, más allá de los espasmos, las pequeñas subidas y bajadas, las pérdidas el día de la devaluación, las recuperaciones el día de la paritaria. Si tenemos que hablar de los límites de la política, hay pocas experiencias en las que pueda verse con tanta claridad como en la diferencia entre lo que se le pide y lo poco que entrega a sus ciudadanos. Y para completar este panorama alentador, no parece que los próximos años vayan a ser muy distintos: faltan dólares, y sin dólares no hay paraíso. Las últimas dos estrategias puestas en marcha fueron tomar deuda en dólares y dejar de pagar la deuda en dólares. Ninguna de las dos parece ser una fuente inagotable.

La política más que limitada parece impotente, incapaz y fracasada. Nadie discutiría que los últimos 10 años han sido muy malos, sólo diferimos en los motivos y los actores de nuestro fracaso, pero no en que colectivamente hemos fracasado. Ese es nuestro modesto pero universal pacto de la Moncloa: nadie piensa que nos fue bien.

Y sin embargo, esa misma política desastrosa parece hacer algo extraordinariamente bien: la enorme mayoría de los ciudadanos es capaz de encontrar su voz en ella.  Esta misma política totalmente incapaz de proveer bienestar a sus ciudadanos es, paradójicamente, enormemente capaz de desempeñar su función representativa, de ofrecerle a “la gente” una identidad, un vehículo para intervenir en la vida política, para hacer de sus convicciones un lugar compartido con otros y un campo para la acción. Las dos coaliciones que ocupan casi todo el arco político argentino expresan visiones claramente contrastantes del mundo, del estado, de la importancia de las libertades individuales y comunes o del valor de la igualdad y el mérito. Y a su vez tienen matices y vida política interna al interior de ese paraguas común. En esa configuración, consiguen expresarse más o menos eficazmente, las ideas y los valores de una parte enorme de la ciudadanía. 

Si miramos alrededor, cerca y lejos, deberíamos poder darnos cuenta de que la capacidad de contención y comprensión que tiene nuestro sistema político es extraordinariamente alta, y que ese es un activo enorme. Tenemos partidos políticos (o mejor dicho coaliciones) que funcionan como tales y cuando pierden entregan las llaves y se van a su casa (no es poco!). La lista de contraejemplos podría ser larguísima. En contraste, nuestro sistema político y electoral se sostiene sobre elecciones que (casi) todos consideramos limpias, y una competencia en la que casi todos podemos encontrar que nuestra voz tiene algún peso. Por lejana que sea esa representación, la política argentina consigue no dejar demasiada gente “afuera”.

La paradoja, entonces, es que la política argentina parece funcionar muy bien y muy mal a la vez: comprende a la gran mayoría de las personas, les da un espacio en el que pueden sentirse en casa, y los interpreta. Pero parece haber sido incapaz de sacarnos del pantano.

Pero hay algo más en esa paradoja: la política argentina parece funcionar muy bien porque funciona muy mal. Es una máquina de producir frustración y de canalizar (y rentabilizar) esa frustración. Nadie parece capaz de llevar adelante una estrategia para crecer de manera sostenida y distribuir los beneficios del crecimiento, pero todos parecen poder convencer a una mayoría de que “el gobierno (el que sea) hace las cosas mal”.  Nuestro bicoalicionismo casi perfecto resulta más defensivo que activo: parecemos tener dos coaliciones opositoras exitosas sin tener ninguna coalición de gobierno exitosa. Tenemos alternancia, elecciones competitivas, un poder y una sociedad en los que la división y el conflicto dan vitalidad a la vida política, pero no tenemos un mango.

Desde 1983 nuestro sistema político aguantó varios intentos de golpe de estado, dos hiperinflaciones, la quiebra de su sistema monetario y de su sistema bancario (varias veces), tasas de pobreza y desocupación exorbitantes y que aumentaron violentamente; y después de todo eso, sigue siendo una democracia que funciona, hay que decirlo, casi milagrosamente bien. Así que entre tantas justificadas quejas, prendámosle una velita de agradecimiento a eso que tenemos, que no es virtud de ninguna persona singular, sino el resultado de las acciones de muchísimos actores políticos.

Deberíamos estar muy agradecidos por ese milagro que es nuestro sistema político, pero también deberíamos reconocer su fragilidad y tratarlo un poco mejor. Si no empieza a repartir buenas noticias se va a hacer muy cuesta arriba. Porque ¿cuán estable puede ser este equilibrio? ¿Cuántos turnos más va a recibir cada una de las coaliciones si no consigue mejorar las condiciones de bienestar de un bloque suficientemente robusto de ciudadanos? ¿Cuánto hasta que resulte más razonable para algún aventurero “ir por afuera” que “ir por adentro” y tener éxito? No lo sabemos. Hasta ahora, con todas sus deficiencias, nadie parece haber sacado los pies del plato con éxito. Pero hasta ahora no es lo mismo que para siempre.

* Investigador adjunto de CONICET y docente de Teoría Política de la Carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires