Decía Marx que aún un niño sabe que una formación social que no reproduzca las condiciones de producción al mismo tiempo que produce, no sobrevivirá siquiera un año ¿Cuánto le queda a la sociedad argentina? ¿Cuál es el diagnóstico? ¿Estamos ante una transformación radical o en realidad con un programa anclado en la intensificación de las violencias?

Las transformaciones sociales son lentas y forman parte de procesos largos, contradictorios, discontinuos e irrumpen produciendo cambios a menudo irreversibles. La pregunta es: ¿nuestra sociedad será capaz de transformarse en algo mejor? Si continúa siendo el capital quien estructure a nuestra sociedad democrática, la respuesta es no.

La única posibilidad de cambio está dada por la construcción de una sociedad democrática fundada en nuevas bases y centrada en las necesidades del pueblo, no de los defensores del proyecto histórico del capital. Lo cual implica romper con todo un sistema de relaciones sociales de dominación, explotación, exclusión y vulneración de determinados bienes comunes, incluidos los cuerpos- territorios.

Los resultados de las elecciones PASO en Argentina el pasado 13 de agosto nos exigen una lectura no ingenua sobre una pieza que se acomoda inmediatamente en todo el interjuego de poder y que nos da una pista de cómo seguirían las cosas si avanzan las políticas de derecha: la incrementación de las desigualdades sociales y un retroceso en materia de derechos conquistados (ver un mapeo en ¿cuál es la pista para ello? La media sanción de la cámara de diputados para modificar la ley de alquileres en detrimento de quienes no poseen vivienda propia y deben alquilar una -como quien aquí escribe-).

El acceso a la tierra, a la vivienda propia, al “techo donde caerse muerto” si todo está perdido –en tanto derecho básico, elemental para una vida digna y en paz- es una de las grandes deudas de nuestra democracia. En nuestro país la historia del mercado inmobiliario y rural involucra genocidios y matanzas ya que las tierras ancestralmente habitadas por pueblos y comunidades indígenas han sido ultrajadas y apropiadas (junto con sus habitantes) y repartidas arbitrariamente entre grandes latifundistas, señores/amos también de su fuerza de trabajo. Este sistema colonial capitalista se sostiene por la apropiación forzada del trabajo vivo de los más desposeídos.

Lamentablemente, la violencia hacia comunidades indígenas se reproduce y legitima bajo las demandas del capitalismo extractivista.

Esa posibilidad será cada vez más lejana con la concreción de políticas neoliberales y reaccionarias que sólo benefician al mercado y al capital (es una falacia ese principio liberal de derechos inclaudicables de “libertad”, “vida”, “propiedad”, mientras sea esta última la que prime sobre las otras dos como de hecho ocurre).

Para ello es importante prestar mucha atención a las experiencias concretas de quienes habitamos estos territorios (con recaudo elijo no decir de manera excluyente “argentinos/ as”) atravesadas por un colonialismo histórico, a la intensificación de efectos violentos por el capitalismo neoliberal, a la reproducción de múltiples desigualdades; todos procesos que se traducen en fragmentación social, ruptura de alianza entre sectores, obstáculos para construir políticas de “lo común”, a imaginar y proyectar un mundo que resista a la lógica de un sistema sanguinario y excluyente como el actual, pero que sin dudas se recrudecería con gobiernos de la más recalcitrante derecha neoliberal[1].

Más que culpabilizar a los propios habitantes del suelo argentino por votar a Fulano o Mengano creo que es fundamental proceder escuchando sus síntomas, a los procesos que ocurren silenciosamente, pero con ciertos focos de alerta en un contexto de estancamiento económico, político, cultural en el cual no es muy sorprendente la gran abstención de votos expresando las pocas expectativas en las elecciones democráticas.

La desazón, frustración, tensión y angustia (sí, Argentina es uno de los países con más consumo de estabilizadores emocionales y medicamentos antidepresivos) están en el aire –una suerte de clima de época-  a pesar de que el silencio se apodera de los exabruptos, los impulsos de “romperlo todo” y de gritar “que se vayan todos”.

¿Cómo no sentirse así? Vivimos en un país tercermundista, con una economía que no permite vivir en paz, resolver las necesidades básicas de las mayorías (porque… ¿qué ser humano podría estar en paz y tranquilo mientras reine la ley del más fuerte que hunde a los más vulnerables en condiciones cada vez más inhumanas? Vivimos en una sociedad polarizada que por disímiles acontecimientos –incluyendo a la pandemia mediante- se ha mostrado imposibilitada de construir un relato, una narrativa y un proyecto común. Siguiendo ese razonamiento: el fracaso de la sociedad argentina no sólo es económico- político, sino también cultural. En cualquier caso, todas estas dimensiones están entrelazadas y requerirán de todas nuestras fuerzas, de la construcción de potentes alianzas entre sectores y estrategias que posibiliten construir lo común, en el sentido de communitas.

De lo que se trata es de construir un proyecto que no favorezca sólo a los más fuertes, a los más productivos (excluyendo a enfermos, discapacitados, “desviados”), a los más adaptados a la hostilidad; sino a una vida buena para todos.

Mientras tanto… La máquina sigue andando. A pesar de estar rotos, astillados, desarmados, seguimos reproduciendo los rituales que aseguran a este sistema reproducir aún más violencias. Este proceso involucra grandes dosis de sacrificio, donde la vida se encuentra supeditada a la producción de ganancias, pero la ideología neoliberal pretende convencerlo perversamente de soportar el malestar presente bajo la esperanza de un remoto futuro mejor.

Hay, no obstante, alguna esperanza dada por la memoria de luchas y resistencias.

Hay una pregunta que insiste: ¿seremos capaces/dignos/ lo suficientemente “humanos” para crear un relato, una narrativa, un proyecto común y en unidad… Una comunidad?

Está claro que esta construcción social no puede estar regida por la lógica del capital que supedita la vida a la producción de ganancias, que homologa la libertad con libertad para explotar y apropiarse de determinados cuerpo-territorios, y que dice defender el derecho a la propiedad, como marco legal para favorecer a los propietarios del capital, a los defensores de este proyecto depredador y excluyente.

¿Dejaremos nuestro futuro en manos de los títeres del capital aún más violentos? O -como interpela Macarena Marey: “¿Vamos a construir una democracia popular en contra del capital?”[2]

Lo que está en juego es la posibilidad de una vida mejor y digna para todos, no sólo para aquellos que pueden ocupar un lugar de privilegio.

[1]Para ampliar ver: https://press.religacion.com/index.php/press/catalog/book/22

[2]https://jacobinlat.com/?s=Macarena+Marey