Vivimos sumergidos en una suerte de futurología electoralista permanente en la que los representantes parecen estar pensando siempre en la próxima elección y nunca se ocupan de gobernar para el presente. Los representados asistimos a este espectáculo deslucido hasta que nos agotamos o nos aburrimos –lo que sea que ocurra primero–, y terminamos mirando hacia otro lado. ¿Cómo fue que llegamos a esto? A continuación, una explicación posible.

Hace algunas décadas, los intelectuales que se inscribían en la matriz de pensamiento neoliberal afirmaban una incompatibilidad radical entre la democracia y el modo de organización económico-político que ellos impulsaban.

Aquí el lector podrá pensar: “Oh, no. Otro artículo que viene a señalar las bajezas de esa entidad maligna llamada «neoliberalismo»; justo lo que necesitaba”. Le aseguro que los párrafos que siguen no recorrerán un camino de moralinas trilladas, aquí se hablará del neoliberalismo como una tendencia que tiene supuestos muy claros de los que se desprenden consecuencias muy precisas. En ese sentido, le pido un poco más de su paciencia y de su atención.  

Los argumentos neoliberales eran claros y simples: la democracia habría demostrado no ser una defensa segura contra la tiranía y la opresión. El modelo de una democracia que se expande más allá de todo límite supondría una forma de gobierno abominable, pues cualquier mayoría momentánea podría terminar decidiendo sobre todos los aspectos de la vida social. Los gobernantes que cuenten con un poder ilimitado podrían disponer favores y prebendas para comprar voluntades mayoritarias. Un gobierno que se declare soberano, es decir, que se atribuya el poder de gobernar y al mismo tiempo de crear las leyes, equivaldría a la muerte de la libertad. La solución que los neoliberales proponían ante este diagnóstico implicaba reforzar la distinción entre “leyes” y “normas”: mientras que estas últimas son disposiciones transitorias y contingentes que pueden quedar a cargo de los gobernantes, las leyes deben aparecer como un núcleo de preceptos básicos que nadie debería poder modificar o desoír. Un sistema representativo sano requeriría, por lo tanto, que las facultades del gobierno sean limitadas por “el imperio de la Ley”. 

Estas críticas que los intelectuales neoliberales esgrimieron desde mediados del siglo XX hasta bien entrados los años 80’pueden responderse señalando, entre otras cosas, que la democracia no es un simple sistema administrativo de elección de representantes. Antes bien, se trata de una forma de organización social que tiene por objetivo actualizar y concretar los diversos postulados relativos a la libertad y a la igualdad, sin desconocer las problemáticas y los conflictos que indefectiblemente quedan involucrados en dicho proceso. Además, si consideramos las particularidades de nuestra realidad latinoamericana, también resultará fundamental comprender que para nosotros, la democracia –con sus imperfecciones, sus límites y sus vicios– tiene por característica eminente la de contraponerse a las dictaduras. Pero este no es el punto que más interesa aquí.

Lo relevante respecto de la cuestión planteada en el párrafo inicial es que, de un tiempo a esta parte, los discursos neoliberales fueron restándole importancia a las impugnaciones contra la democracia hasta hacerlas casi desaparecer. Ante el registro de esta llamativa transformación, se imponen las siguientes preguntas: ¿Qué fue lo que se modificó? ¿El neoliberalismo dejó de ver un obstáculo en el ejercicio de la soberanía por parte de las mayorías? ¿O bien las lógicas de funcionamiento de las democracias fueron desplazándose hasta sintonizar con la impronta neoliberal? 

Ya desde comienzos de la década de 1990, en el marco del Consenso de Washington, los discursos neoliberales impulsaron reformas que tuvieron por objetivo convertir al Estado en una empresa proveedora de servicios y al ciudadano en un cliente-consumidor. Se buscó difundir los principios de la competencia a partir de la desregulación de los “monopolios estatales”. Desde la expansión de esas lógicas, los funcionarios de todos los niveles se sintieron obligados a presentar resultados cuantificables y mensurables. Lo que esto provocó fue que nada se gestionara si no podía convertirse en noticia, acto proselitista o posteo de red social. 

Era sólo cuestión de tiempo para que estas reformas direccionadas en primera instancia a la administración pública permearan las dinámicas de la representación electoral. Este parece ser el punto en el que nos encontramos hoy. Las acciones gubernamentales se reducen a competir por la atención del público, pugnar por lugares de visibilidad, escalar posiciones en los rankings de imagen positiva. La batalla por la visibilidad se ha universalizado: la pugna se produce entre diferentes espacios partidarios tanto como al interior de cada fuerza electoral. La competencia constante y continua es la pauta que indiferencia a los representantes y los va convirtiendo en una masa amorfa que claudica ante la imposición de estos criterios. En consecuencia, las decisiones pasan cada vez menos por el ámbito de la política representativa y cada vez más por los lugares donde el poder concentrado puede manejarse sin ningún disimulo.  

Cabe aclarar, amable lector, que estas líneas no buscan establecer una prédica contra los representantes políticos en general, ni mucho menos una diatriba anti-política. Antes bien, pretenden funcionar como una advertencia: la democracia que conocíamos está dejando de dar las respuestas que de ella se esperan y se necesitan. Esto se debe a que la sociedad que ella supo organizar mutó profundamente en muchos aspectos y en muchos niveles. Y también se debe a que la democracia viene siendo vaciada de contenidos, proceso dentro del cual el neoliberalismo ha cumplido un rol muy importante. 

Ante este cuadro de situación, será vital no dar a la democracia por perdida y repensar las distancias entre la democracia real –aquella que tenemos–, la democracia ideal –aquella que queremos– y la democracia efectiva –aquella que podríamos llegar a construir como forma de disputar la distribución de los recursos–. Para esto último resultará fundamental comprender que en un país en el que 20 empresas concentran el 74% de la facturación de consumos básicos, y en un mundo en donde el 1% de la población posee el 45% de la riqueza, la democracia se convierte para las mayorías en una cuestión de supervivencia.