El odio, los discursos que lo narran y las acciones que lo concretan, tiene una creciente presencia en la cultura política argentina actual. Si en una situación de polarización se enfatizan las diferencias entre dos proyectos políticos, al punto de verse a sí mismos como mutuamente incompatibles, el odio profundiza esa dinámica, en tanto lente a través de la cual se percibe al otro como alguien no ya a ser enfrentado, sino directamente eliminado. En este sentido, el odio entraña una específica “estética”, si por ella entendemos no únicamente una teoría del arte, o de las formas bellas, sino una problematización de la percepción. Esta dimensión estética no es, sin dudas, su único rasgo, pero sí el más preocupante en la actualidad.

En efecto, los discursos y acciones que lo movilizan entrañan una clara dimensión atinente al pathos, a la pasión política, que se expresa en encendidas conversaciones cotidianas, así como se manifiesta públicamente, con una parte de la ciudadanía saliendo a las calles, ocupando el espacio público. Por eso no cabe hablar aquí de la “apatía” que suele señalarse como vinculada al rechazo y desinterés por la política. Pues si hay algo que tiene este cuestionamiento a las figuras políticas y, más en general, a la lógica política como un todo, es pasión. Por eso, es un sinsentido aludir a la práctica del odio como una “anti-política”, por el contrario, se trata de una muy clara actividad política, capaz de congregar a no pocas personas. Una actividad de carácter autoritario, que rechaza elementos constitutivos de la política democrática e, incluso, republicana, empezando por el reconocimiento de la existencia del otro. Postura que, en última instancia, no puede aceptar ni siquiera la existencia de partidos políticos, pues –como su nombre lo indica– en ellos se expresa que la sociedad está partida, que no conforma un Uno, que hay otros.

Esta tendencia del odio a reducir la vida social a la unidad se vincula con otra de sus dimensiones: la atinente a la moral. En tanto el otro es identificado con el mal, es la encarnación de aquello que corroe y corrompe a la sociedad y, por eso, ha de ser eliminado. Se percibe a ese otro como el responsable de todo lo malo que acontece, tanto a nivel general (todo lo malo que le pasa al país), como a nivel personal (es el culpable de que a mí no me vaya bien). Concentración del mal, cualquier medio se torna legítimo para erradicarlo, hasta la violencia física, que es también hacer de esta última un medio válido para resolver los conflictos políticos, quizás como nunca antes desde la institución democrática de 1983. Esta práctica autoritaria de la política, articulada en torno al odio, muestra aquí su inherente faz violenta.

Las dimensiones pasional y moral se ven, a su vez, atravesadas por aquella propiamente estética, relativa al modo de percepción y al sentido que así se le da a las cosas. Tanto a los problemas sociales, como al otro, pero también a uno mismo, al ser una pieza central en la configuración de la propia identidad. Por esta vía, el odio puede tornarse una suerte de mapa (cognitivo) a través del cual se torna claro cuál es el propio lugar en el mundo (social), así como los caminos que desde allí se pueden seguir. Cuestión a no subestimar, en el contexto de una sociedad crecientemente fragmentada que, al volver más heterogéneas las situaciones individuales, dificulta ubicarse en dicha sociedad, darle un sentido de conjunto y, con él, saber dónde está uno parado. En suma, ante la fundamental pregunta ¿quién soy?, este modo de percepción brinda, con total certidumbre, una respuesta: “yo soy el odio”.

Si nos interesa combatir la presencia, en la Argentina, de esta específica estética, entonces hemos de aprehender dónde reside su potencia, sin reducir a los odiadores a locos o tontos, cuya cabeza ha sido quemada por los medios de comunicación. Y ella reside en esta capacidad de narrar el presente, dando sentido no sólo a la coyuntura inmediata, sino también a la historia que nos llevó a ella, configurando la experiencia de la vida cotidiana.

El reverso y complemento de lo anterior es que no se trata sólo de integrar económicamente a los odiadores (como si no los hubiese de clase media y alta), también es necesaria una narración capaz de construir un sentido otro. Uno que revitalice la lógica democrática, frente al odio autoritario, a la vez que sea capaz de darle sentido a nuestra cotidianeidad. De responder a la pregunta ¿quién soy?, que es también en cuál colectivo me inscribo y de quiénes nos diferenciamos, hasta oponernos. Sin por ello percibirlos como “malvados”, sino como semejantes a nosotros en nuestro ser diferentes unos de otros.

Uno de los obstáculos para que esto acontezca es, justamente, la ausencia de una narración democrática que consista en algo más que la pretensión de regresar a un “pasado mejor”. Como si trabajar 40 horas por semana, durante 40 años, en un trabajo que no te interesa,  aun cuando estés “en blanco”, fuese el horizonte al que deberíamos aspirar. Claro que es preferible a una situación de precariedad, pero eso, a lo sumo, lo torna el punto de partida, no la meta a alcanzar. El otro gran obstáculo surge de que representar al odio, encarnarlo en el espacio público, ser su candidate en la arena político-electoral, se torna una potente manera de captar el apoyo de una parte de la ciudadanía. Es decir, hay incentivos claros para que actores políticos compitan entre sí en pos de tornarse “el candidate del odio”. Y cuando no se cuenta con una propuesta capaz de interesar al electorado, bien puede apelarse a esta narración para movilizarlo, tanto en el sentido literal, de llevarlos a las calles, los actos y la urnas, como en el figurado, de con-mover a ese grupo de ciudadanos. El odio es hoy una narración a mano, que da un proyecto a les sin proyecto, cuyo reverso es la construcción de figuras político-electorales que, a fin de ganar elecciones, no dudan en alimentarlo. Lógica que pone en marcha un movimiento de espiralización del odio y su violencia.