Desde nuestra niñez, nos han sido transmitidas dos representaciones referidas al ser nacional: que Argentina es un crisol de razas conformado a partir de las migraciones europeas y que es un país eminentemente agropecuario, como consecuencia de esas mismas migraciones. El granero del mundo, el país de las cosechas record, el paisaje rural como paisaje de la argentinidad.

En efecto, el sector agrícola-ganadero ha sido central en las estrategias de vinculación comercial de Argentina con el resto del mundo desde su nacimiento. Estas actividades, además, han definido la estructura social, las dinámicas culturales y las formas y actores de la política que caracterizan a nuestro país–y en gran medida al resto de América del Sur, aunque nos pensemos diferentes. Estos elementos cristalizaron y se hicieron visibles, por ejemplo, en el lema que se diseminó en las rutas de todo el país en el denominado “conflicto del campo” del año 2008. “Argentina se levanta con el campo, nunca sin el campo y mucho menos contra el campo”, denota el lugar que ha logrado ocupar este sector en términos simbólicos y la centralidad que se le ha asignado en la construcción del ser nacional.

Pero, ¿qué es el campo? Profundizar en esta pregunta nos expone a diferentes narrativas, que varían casi con cada interlocutor y sus particulares experiencias de la ruralidad. Muchas de esas experiencias, marcadas por la posición geográfica mayormente urbana y alejada de la cotidianeidad de lo rural.

En una propuesta esquemática, una primera narrativa posible es la romántica, que nos habla de lo rural como el lugar de la tranquilidad, el relax y la belleza paisajística. Una segunda narrativa, que podemos denominar trágica, refleja al campo como el lugar del esfuerzo, el trabajo a destajo, la precariedad, la marginalidad, el atraso, la falta de servicios, el abandono. En una tercera narrativa prometedora, finalmente, el campo aparece como el lugar de la mayor tecnificación y modernización, donde están las posibilidades de crecimiento, riqueza y prosperidad: es la actividad que “va a salvar” a la Argentina. Todas estas imágenes, además, pueden –suelen– convivir de forma más o menos problemática en una misma persona.

La noción de campo, sin embargo, amerita ser complejizada, des-idealizada, bajada a tierra. Por empezar, es elemental desarmar la idea de que existe un solo campo. En efecto, esas narrativas que se entremezclan dan cuenta de diferentes realidades presentes en la ruralidad argentina. A ello, es necesario sumar a las personas como componente ineludible de lo rural: no existe la posibilidad de preguntarse qué es el campo sin pensar en quiénes y cómo lo habitan. 

En esta línea, es posible advertir la existencia de, al menos, dos grandes modelos que coexisten–en mayor o menor tensión– en un mismo espacio geográfico: el rural y el periurbano, hoy tan central como aquel para pensar la ruralidad. En ellos se expresan diferentes formas de habitar (en sentido amplio) lo rural.

Por un lado, encontramos a la agricultura familiar, encargada principalmente de producir los alimentos que llegan todos los días a nuestras mesas(1) . Estos emprendimientos se caracterizan en general por el tamaño más pequeño de las explotaciones, con circuitos de comercialización orientados principalmente al mercado interno. Asimismo, las formas de trabajo que se llevan adelante involucran a todos los miembros de la familia, con poca contratación de mano de obra externa. La vida cerca de la unidad productiva es también un elemento característico de este modelo.

Por el otro, un modelo asociado a la agricultura latifundista, donde los circuitos de comercialización se vinculan en mayor medida a las cadenas globales de valor. En estas explotaciones, la producción se orienta a la exportación de materias primas a partir del trabajo tercerizado en diferentes sujetos, bajo la articulación de quien comanda el emprendimiento. La vida en la geografía rural es mucho menos frecuente entre estos empresarios y empresarias, aunque no así en quienes trabajan en los predios.

La representación de una ruralidad homogénea sobre la que se basaría el ser nacional, construida a lo largo de los años, pero reactualizada permanentemente y transmitida a través de diversos mecanismos, se devela entonces como una realidad parcial, distorsionada. En parte, ello se debe a que los discursos sobre la ruralidad no parten de una mirada desde los propios territorios sino de los centros urbanos ajenos a las realidades cotidianas.

Recuperar las voces de los territorios aparece entonces como una urgencia. No para desanclar a la Argentina a la ruralidad, sino para dar lugar a debates en lo que se la contemple como un actor complejo, con diversas necesidades, intereses, valores, ideas y aportes a la construcción social, política, económica y cultural del país.

(1) Se calcula que más del 60% de los alimentos que consumimos diariamente provienen de la agricultura familiar.