Hace pocos meses nos encontrábamos en una estela de felicidad compartida como no ocurría desde hace mucho tiempo. Desbordamos las calles mientras no dejábamos de agitar, saltar y cantar “ahora nos volvimos a ilusionar”. Cierto es que una ilusión tan ampliamente compartida es algo que escasea cada día más y quizás ese haya sido uno de los motivos de la intensidad de la fiesta que supimos vivir. Sin embargo, diríamos que la sensación reinante es la de un desánimo generalizado que nos impide vislumbrar un futuro al que dirigirnos con alegría o, al menos, con cierta esperanza. Como si ya no creyéramos propiamente en nada que sea capaz de sostener nuestros actos y motorizar nuestras ilusiones.

Es posible que alguien nos indique que, por el contrario, en ninguna otra época como en la actual se despliegan creencias tan diversas: en las “energías”, en los astros, en las más variadas terapias, en gurúes o influencers de distinto tipo, en cristianismos de nuevo cuño, en líderes políticos no tradicionales, etc. Quizás debamos entender algo de lo que hace a estos fenómenos como síntomas de la misma y profunda crisis de sentido.

Durante el siglo XIX la conciencia de la devaluación de los valores fundamentales que guiaban las sociedades occidentales tomó un nombre: nihilismo. Una “nadificación” que avanzaba desarticulando no solamente el cristianismo, sino también el humanismo y las promesas de la razón y la Ilustración. Una lucidez sobre lo absurdo de la existencia comenzaba a ganar los espíritus de modo irreversible.

Friedrich Nietzsche fue uno de los pensadores que, hacia finales del siglo XIX, tomó con mayor compromiso ese diagnóstico de nihilismo para intentar comprender sus causas y sus posibles devenires. En estas líneas nos invita a asomarnos a la historia de este desfondamiento:

“El ser humano moderno cree a modo de ensayo ora en este valor, ora en ése, y luego deja que esos valores vayan cayéndose: el círculo de los valores a los que ha sobrevivido y ha dejado que se cayeran va llenándose sin cesar; el vacío y la pobreza de valores alcanzan a sentirse cada vez más; el movimiento es imparable— aunque se ha intentado demorarlo con gran estilo —. Finalmente, él se atreve a una crítica de los valores en general; les reconoce su procedencia; llega a conocer lo suficiente para no creer ya en ningún valor; he aquí el pathos, el nuevo estremecimiento... Esto que cuento es la historia de los próximos dos siglos...”

Una de las preocupaciones de Nietzsche era que no supiéramos cómo responder adecuadamente a este fenómeno, que intentáramos negarlo, que buscáramos desesperadamente vivir de valores devaluados, residuales, en lugar de ser capaces de crear formas de vida afirmativas.

No debemos suponer que el nihilismo es un fenómeno que se manifiesta de una sola manera o que se presenta de modo evidente. No necesariamente nos enfrentamos a un desierto depresivo, bien puede suceder que la hiperproductividad contemporánea sea un síntoma de que ya no tenemos norte. Nietzsche había indicado que la aceleración del trabajo en el siglo XIX era una señal clara del debilitamiento de la cultura.

¿Qué otras consecuencias del nihilismo podemos atisbar en nuestra actualidad? Cuando los valores últimos están devaluados, lo están también las figuras de autoridad que los representan y reproducen. La confianza en su palabra y la importancia de sus roles va dejando paso a una progresiva sospecha que fractura los sentidos compartidos. Esa desconfianza reinante termina cargando todos los criterios de comprensión y orientación en los individuos. Podemos pensar el fenómeno de la llamada “posverdad” también en este sentido: como uno de los síntomas de la desconfianza reinante sobre la voz de científicos, políticos, periodistas y otras posiciones sociales que no hace mucho tiempo gozaban todavía de legitimidad.

El aumento de las reacciones agresivas, intimidantes, violentas, sobradoras y cínicas –que llegan a una dimensión endémica en el contexto de las redes sociales digitales- también puede interpretarse como un síntoma de la decadencia propia de la falta de un piso firme para la existencia. Como si lo poco que quedara por hacer fuera aprovechar cada pequeña ocasión para conseguir pequeñas satisfacciones instintivas: formas más o menos brutales de imponerse a los otros allí donde las construcciones de otro tipo ya no aparecen como horizontes posibles.

Hay quienes interpretan inclusive el auge de los nuevos movimientos políticos de ultraderecha en esta misma línea. Antes que pensar que se trata de la propuesta de un nuevo orden político, puede ser fructífero comprender este surgimiento como una reacción ante un conjunto de valores tradicionales en crisis que busca legitimidad para descargar su impotencia ante los señalados como culpables por la retirada de esos valores: ecologistas, feministas, estatalistas, movimientos lgbtiq, progresistas, etc.

En todo caso, algunos de los síntomas del nihilismo contemporáneo pueden atisbarse allí donde la desorientación reinante encuentra fuerzas tan exhaustas que solo parecen estar dispuestas a buscar satisfacciones de corto plazo. Aún más si se presentan con la máscara de la fortaleza, debemos sospechar que esa puesta en escena sostiene un autoengaño muy frágil, propio de quien desesperadamente necesita afirmarse de algún modo.

El exagerado apuntalamiento contemporáneo del yo parece ser coherente con varios de los fenómenos que hemos nombrado. Cuanto más se desmorona el mundo, más se aísla y requiere inflar la imagen que tiene de sí para sostenerse momentáneamente. Esto es algo que también había sabido señalar Nietzsche: cuanto más se cacarea sobre la libertad y más se dice “yo”, más probable es que estemos asistiendo al espectáculo propio de un nihilismo decadente.