Los debates sobre la fortaleza de la democracia latinoamericana remiten, por lo general, a figuras recurrentes que se le contraponen: fisuras, grietas y quiebres. Con todas ellas, ciertamente, se pretende representar el estado coyuntural del orden democrático en la región, muchas veces suponiendo que dicho orden puede alcanzar en algún momento cierto tipo de plenitud, logrado hace décadas ya al otro lado del Atlántico. Pero este tipo de diagnóstico, ¿no termina por desconocer que la democracia es un entramado de fuerzas y sentidos, que tiene un devenir cuya concreción definitiva es siempre diferida? Quizás el precio de aceptar lo anterior implique quedar perplejos frente a lo obvio, a saber, que la democracia está constitutivamente fisurada, agrietada y, por qué no, quebrada; que es un proyecto en permanente construcción.

Lo anterior, sin embargo, no puede llevarnos a soslayar una encrucijada de las democracias de la región en la actualidad. El desencanto por y frente a la política, las propuestas antipolíticas desde el área de luchas por el poder y, en definitiva, el llamado a la resolución técnica y aséptica de los problemas que acucian a todo el subcontinente, tienen en estos tiempos bríos, ya no novedosos pero sí inusitados que son más que preocupantes. No se trata solo de pensar, como lo sugirió hace un par de años Pablo Stefanoni, por qué la rebeldía es hoy de derecha, sino que se trata, también, de reflexionar acerca de la emergencia y actual vigencia de liderazgos y propuestas políticas que habitan cómoda, aunque paradójicamente, una opción política en nombre de la antipolítica.

Es que actualmente, al menos en Argentina, parecen escasear las soluciones de corte progresista al pedido generalizado de desmantelamiento de la producción interna y la política social (y que, valga decirse, se exige en nombre de terminar con el “populismo”, en tanto sinónimo de irresponsabilidad fiscal y demagogia). A lo anterior se le suma la esterilidad de la izquierda y la centroderecha más moderada para darle a sus propias sociedades opciones políticas que no profundicen el descreimiento en las acciones colectivas e incluyentes y para hacerle frente a problemas tan urgentes como la inflación y la inseguridad.

Pese a esto, no deja de ser preocupante la creciente presencia de fuerzas políticas que llaman a minar el poder estatal desde adentro, compitiendo institucionalmente bajo la consigna del “Estadocidio” y de terminar con quienes -se supone- viven de él. En la actual coyuntura latinoamericana, es importante ir más allá de los contenidos que, en apellidos como Milei, Katz o Hernández, entre muchos más, encarnan una misma lógica y apuesta, y que se alimenta de una desafección de lo colectivo y de un rechazo generalizado a una salida organizada a las disyuntivas sociales y económicas que castigan la región, muchas de ellas profundizadas en la Pandemia. Esta paradoja de luchar por el poder del Estado en nombre de su fin, para hacerlo implosionar no es tampoco algo nuevo. Muchas de las indagaciones sobre el thatcherismo inglés de los años ochenta del siglo pasado, por poner un solo ejemplo, hacen hincapié en una dolorosa, aunque palpable posibilidad: que el rechazo a la contención estatal de la “cuestión social” pueda devenir en un sentido común, una victoria hegemónica de la cual resulta muy difícil salir. En Argentina el revival apologético del menemismo, en pleno 2023, es un síntoma claro de este preocupante panorama.

Así, en países como Argentina, Colombia y Perú, en los que se avecinan procesos electorales determinantes, la preocupación no debe estar solo enfocada en los desastres que los energúmenos puedan hacer una vez que tengan el bastón de mando. Lo realmente preocupante es lo que queda después. Porque, para ser honestos, el corolario de estos procesos puede llegar a ser el de la construcción de viejos-nuevos sentidos comunes en la región, y que, quizás, llamarlos neoliberales se quede corto para explicar la capacidad de daño que estas fuerzas antipolíticas pueden desplegar.

De esta manera, si el proyecto democrático está siempre en construcción, sus fisuras constitutivas puede que no sean zanjables pero, qué duda cabe, son más que susceptibles a ser profundizadas.