Hace más de un año en la Argentina, transitando el mes quince para ser más precisos, que la pandemia nos ha confrontado de una manera brutal a nuestras mayores deficiencias y tal vez, en menor medida, a nuestras virtudes. En este sentido, la democracia ha sido sometida a estas condiciones que llevan a cuestionar, desde diferentes sectores, todas las medidas tomadas por el gobierno, pero esos cuestionamientos partiendo de la concepción de la política como la que se encarga de los problemas del poder y los conflictos, y que estos son inescindibles y necesarios para el mantenimiento de la democracia, no acarrearían algo pernicioso sino la demostración de su buena salud.

Los pedidos de la “izquierda” y la “derecha” (sobre estos dos términos tendríamos que multiplicar las comillas indefinidamente), ya sea para que provean vacunas, aceleren el plan de vacunación, mejoren la asistencia médica y den respuestas más efectivas a la emergencia sanitaria; conjuntamente con peticiones de mayor libertad, más restricciones, mayor control, etc., las lleva a coincidir en la demanda de una mayor presencia estatal. En esa tensión, se juega la democracia en la posibilidad de cuestionarlo todo, pero no con un afán meramente crítico, sino con la intención, no siempre, de plantear una postura disidente, opuesta o alterna a las existentes o a las establecidas como correctas.

Y es allí, donde ciertos movimientos autoinmunitarios (lo sigo a Derrida) repliegan algo de su libertad para poder seguir manteniéndola, ceden espacio a medidas restrictivas para no perder la democracia. En ese contexto se van configurando las decisiones que se toman hoy en la actualidad, donde no podemos dejar de tener cada vez más presente y viva la democratización de la democracia, en la complejidad de las demandas que trae aparejada la pandemia y que exige, aunque no solo ella, conceder algo a cambio del mantenimiento de la democracia. Pero estos movimientos autoinmunitarios conllevan una responsabilidad de alerta constante a todos los que conformamos la sociedad para que no se eliminen a sí mismos, y que el poder de la democracia de cuestionarlo todo no conduzca a su propia eliminación. 

Esta posibilidad de decirlo todo en democracia nos conduce a un trabajo urgente a considerar al otro, exigencia presente antes de la pandemia y desde siempre, como otro, es decir a respetar la posibilidad de decirlo todo: “que se vacunen los ancianos primeros”, “que no es necesaria la vacuna”, “que el virus no existe”, “que se deben cerrar las escuelas”, “que se las debe mantener abiertas” y un muy largo etcétera. En esta apertura a la escucha del otro es a donde nos debería conducir la democracia y acelerándose por el contexto actual que nos toca vivir.

Continuamente la democracia está al acecho, nos asedia, para que no la echemos al olvido para que cuando pensemos que estamos en una expresión acabada de ella o bastante cercanos a lo que debería ser, ella se plante y nos diga que así no es ella, que se la debe reformular, (de)construir, proteger y cuestionar a cada paso. La pandemia no suspendió todas esas exigencias, sino que las volvió más urgentes.

*Magister en Ciencias Sociales y Humanas con orientación en Filosofía Social y Política (UNQ); Licenciado, Profesor y Doctorando en Filosofía (UNNE). Compilador del libro Ciudadanías alternativas (Editorial La hendija) publicado en el presente año.