En la última ronda del Barómetro de las Américas realizada durante el 2018/19 por la Universidad de Vanderbilt (conocida como la Encuesta Regional LAPOP), evidentemente antes del gran parón global que se produciría con la crisis pandémica, se podía observar la performance de la ciudadanía argentina en materia de cultura política y participación.

Dando crédito a las encuestas como lo que son –herramientas que recolectan opiniones, valores, percepciones válidas para un momento específico y sobre una muestra de la población-, y no como lámparas de Aladino que adivinan el futuro, allí se describía a la Argentina como el tercer país de la región con el mayor grado de apoyo a la democracia (71%) después de Uruguay (76%) y Costa Rica (74%). Asimismo, junto con el país rioplatense ostentaba el menor grado de tolerancia a los golpes de Estado, aún en circunstancias hipotéticas de fuerte corrupción,  y a los “apagones” institucionales de los cuerpos legislativos.  Claro está, a la hora de analizar ese apoyo de manera práctica, es decir, evaluaciones sobre el modo en que la democracia efectivamente funciona los números son otros, y no sólo para la Argentina. Así, el 35% de la población encuestada manifestaba satisfacción con el funcionamiento de las instituciones en un marco donde el país que mejores guarismos presentaba –Uruguay- alcanzaba el  59%.

No podemos saber aún qué huellas ha dejado la pandemia sobre la instantánea de aquél momento previo y si realmente se han producido cambios significativos y duraderos en la percepción y en las relaciones que todos los ciudadanos –aún los más escépticos- entablan con el sistema político. Sí es posible aventurar, en cambio, alguna evaluación en función de lo observado por varios proyectos de investigación en ciencias sociales diseñados al calor de la coyuntura. 

La larga experiencia pandémica reveló una serie de lecciones que el tiempo dirá acerca de su utilidad o banalidad. Se ha escuchado por estos días la necesidad de avanzar en herramientas híbridas de participación política, ¿pero para qué?, ¿por qué?, ¿mitigan algunos de males o condicionantes propios del activismo presencial?

Luego de varios meses de aislamiento preventivo y en la medida en que se comenzó a advertir en el gran espejo global que la crisis por COVID19 se alargaría, se implementaron mecanismos virtuales de participación en variados espacios de incidencia y representación política, desde el Parlamento nacional –que inauguró su primer debate mixto allá por mayo del 2020 e impulsó por primera vez en su historia el Primer Plan de Acción de Congreso Abierto en mayo de este año- pasando por los Consejos federales o Consejos de Planes estratégicos urbanos hasta reuniones de Presupuestos participativos o asambleas locales temáticas en distintos gobiernos municipales. Cabe remarcar que el Informe Mundial sobre el Parlamento Electrónico 2020 indicó que, a finales de ese año, el 65% de los parlamentos encuestados había celebrado comisiones virtuales o reuniones híbridas, y que pese a que en su gran mayoría tenían planes de innovación digital en marcha, en todos los casos éstos se aceleraron. Resulta también interesante remarcar que en el caso argentino la actividad legislativa en comisiones creció un 70 por ciento con respecto al 2019 y la misma se realizó con mayor frecuencia durante todos los días de la semana. Saldo positivo.

Por otro lado, en otros formatos institucionalizados de participación donde la deliberación también ocupa un rol significativo como los presupuestos participativos o algunos consejos sectoriales, la presencialidad cualifica la dinámica participativa al favorecer el debate argumentativo y evitar la simplificación de ideas y posiciones; por su parte, la participación digital reduce los costos de movilidad y por tanto amplia la escala de participación a la vez que facilita la circulación de la información.  El saldo aquí pareciera ser más ambiguo.  

No debemos olvidar sin embargo, que la brecha digital existe en LA y en Argentina aunque su retraimiento es tendencia creciente. Estudios del 2019 (LAPOP) mostraron que el 65% de la población de nuestro país tiene acceso a celulares inteligentes (es uno de los países con mayor porcentaje), el 70% tiene servicio de internet en el hogar, porcentaje que baja apenas al 68% para el Gran Buenos Aires (Indec, 2018). Obviamente cuando se desagregan estos valores por género, edad, clase social y región la segregación asoma con fuerza.  Por tanto, el mundo digital puede ser propicio para el activismo político pero también aquí dejamos personas en los márgenes.

En cuanto al uso de las redes sociales, esa nueva gran arena política que en ocasiones se asemeja a un gran foro público de comunicación (¿o catarsis?) y en otras, a una plaza medieval de escarnio de los indeseables o distintos, prevalecen en la Argentina -al igual que en la región-  Whatsapp y Facebook con un 79% y 67% de uso respectivamente, en tercer lugar, Twitter que pese a su baja performance tiene comparativamente a otros países el mayor consumo (13%); pero otra vez, prevalecen según el estudio las voces urbanas, jóvenes y educadas. El activismo de sillón tiene sus limitaciones.

En definitiva, ni cualquier expresión pública puede entenderse como participación política, ni toda participación mediada por las tecnologías digitales es buena y deseable, ni éstas borran de un plumazo la sociedad desigual que supimos construir.

*Doctora en Teoría Social y Política. Investigadora Undav/Unpaz