En un libro que dediqué al estudio de la seguridad privada escribí que la "cultura de la inseguridad" puede ser definida como un conjunto de representaciones y sentimientos relativos al delito y la violencia del cual los individuos y grupos son portadores, pero que se materializa también en prácticas y en cosas, es decir, opera como principio de las actividades provistas de sentido (por ejemplo, el voto o la participación en una marcha) y permite comprender la existencia y los usos de determinados artefactos (por ejemplos, armas o alarmas). Pido disculpas al lector por haber escrito esta frase con la jerga propia de los sociólogos. Voy a tratar de traducirla a algunas ideas sencillas.

Al utilizar la imagen de una cultura de la inseguridad quiero llamar la atención sobre la existencia de significados que enmarcan a una serie de prácticas e instituciones sociales, y que en cierto modo hacen que muchas de nuestras experiencias y tradiciones se vean trastocadas. Hace unas décadas, nuestros padres se preocupaban cuando jugábamos en la calle o volvíamos demasiado tarde a nuestro hogar. Poco a poco empezaron a aparecer en nuestros barrios rejas, alambrados y puertas reforzadas para evitar intrusiones no deseadas. Incluso algunas zonas aparecían asociadas con cierto peligro, generalmente porque en ellas habitaban "otros" construidos como amenazas. Las crónicas policiales formaban parte de la prensa popular, pero rara vez llegaban a los titulares de diarios serios o los noticieros.

Todos estos elementos, experimentados en distintos momentos y lugares, pero pensados con la ayuda de una palabra que nos permite darles una unidad, ocupan hoy una parte central en nuestra existencia. Ahora no hay solo lugares peligrosos, o momentos en que no deberíamos salir, hay inseguridad. No hay violaciones, robos, peleas entre vecinos o ajustes de cuentas, hay inseguridad. En las noticias policiales no se habla ya de esos hechos puntuales, muchas veces escabrosos y sangrientos, otras veces banales y casi folclóricos, se habla de inseguridad. Los políticos en campaña, o en el gobierno, no nos prometen disminuir el sufrimiento o darnos tranquilidad, sino combatir la inseguridad. Vemos que una serie de fenómenos muy diferentes, ninguno de ellos totalmente novedoso, son designados y uniformizados por esta palabra que es casi como un comodín inseguridad.

Como analista de los procesos sociales, no es mi tarea principal criticar lo que las personas piensan, lo que los periodistas escriben o lo que los políticos prometen. De todas maneras, resulta llamativo que una palabra tan poco específica, tan vaga, casi de connotaciones psicológicas, se haya convertido en componente central de nuestro lenguaje cotidiano. Quizás de este modo nuestro pensamiento se haya vuelto más pobre, nuestra experiencia menos rica y, sobre todo, nuestros miedos y nuestras ansiedades se refuercen cada día, cuando aparece un nuevo hecho de inseguridad.