Al intentar analizar a ese amplio abanico político-cultural que se autodefine como peronista lo primero que salta a la vista es su fragmentación, tanto a nivel provincial como nacional (varios pejotas locales y un kirchnerismo nacional). Este estado de situación, muchas veces justificado desde rencillas personales, perfiles psicológicos y cuestiones económicas, tiene en lo discursivo una base profunda y estructural: una crisis en el discurso político y, por ende, en el proyecto de país que el peronismo le presenta a la ciudadanía. 

En las últimas elecciones esa fractura fue clara, alcanzando su mayor expresión en la provincia de Buenos Aires donde hubo tres candidaturas peronistas. Dos meses después de esas elecciones la situación es aún más compleja: en la cámara de diputados de la PBA hay cinco bloques peronistas; en la cámara de senadores, son seis. A nivel nacional distintas expresiones peronistas han votado divididas una ley de la trascendencia de la reforma previsional. La derrota divide y esa división, a su vez, aleja el horizonte de victoria. En este sentido no hay nada nuevo bajo el sol: las oposiciones sin brújula no son un invento de 2015.

Ahora bien, todos esos fragmentos, desde distintas veredas, llaman a la unidad. Cada una de las partes optan por fragmentarse pero ninguna (aún) hace alarde de esa separación. Al contrario, lo viven como un disvalor. El discurso que predomina es el de la unidad. Hoy ese es el llamado fundamental, junto a la renovación. Se busca estar unidos y renovados pero no se sabe cómo y es allí donde lo discursivo debería ganar peso.

Hoy por hoy el principal (y único) incentivo que hay para la unidad se encuentra fuera del peronismo: la línea política de Cambiemos. La oficialista es una expresión política que se piensa como fundacional y que tiene una fuerte voluntad hegemónica. Es una fuerza que no toma prisioneros, que no busca vestir de amarillo a gobernadores o intendentes peronistas; los quiere como socios coyunturales en su camino para ganarle a cada uno su distrito. Nada une más que el instinto de autosupervivencia (colectivo). Por eso la amenaza amarilla de 2019 es el principal aliado para que lo que hoy se ha fragmentado, se una.  Sobre todo si se lo ve desde los pejotas locales.

En ese camino hacia la unidad (que algunos recorren rompiendo) una parte importante de los pejotas se pregunta qué hacer con el kirchnerismo. Se lo preguntan sobre todo porque el establishment político, económico, mediático y judicial les pide “liberarse” de kirchnerismo para poder ser parte del “club”. En este punto las recientes elecciones dejaron algunas pistas, no muy tranquilizadoras para varios de estos dirigentes. En San Martín, en Avellaneda, en Chaco, en Salta, en Tierra del Fuego, en Hurlingham y en tantos otros distritos se observó claramente que, sí dentro de dos años se quiere ganar o defender un territorio, no hay margen para la división entre pejotas y kirchnerismo. Tal vez sea esto lo que explique que, salvo los gobernadores de Salta y Córdoba, todos los otros peronistas con poder territorial no quemen los puentes con el kirchnerismo.

Y es que, además del peso electoral, lo que se caratula como kirchnerismo sigue siendo hegemónico en el discurso peronista (y por ende en su política). Los pejotas territoriales necesitan ser oposición para disputar poder, y para serlo, tienen que si o si emitir dentro del imaginario que el kirchnerismo delineó en la década pasada, que, básicamente, fue una traducción de las banderas del peronismo clásico: justicia social, independencia económica, soberanía política. Por eso en ciertas ocasiones es difícil distinguir los dichos de Kicillof, Arroyo, Camaño y Katopodis.

Ese discurso guarda determinada eficacia en el aspecto defensivo y opositor. Donde entra claramente en crisis es cuando se proyecta y se lo piensa como una agenda peronista de futuro. Resumiendo: ¿Que hace el peronismo si gana? ¿Qué será el próximo peronismo? Allí reside el mayor de sus problemas, una de las bases de la fragmentación. ¿Unidos para qué? ¿Renovar qué? El kirchnerismo y los distintos pejotas locales comparten la misma limitación: no tienen un discurso que re-traduzca al peronismo (y al kirchnerismo) en el contexto actual. Obviamente esa operación no se realizará negando los doce años de kirchnerismo, no puede ser contra lo realizado; tampoco mirando únicamente para atrás. Parece claro que el camino no es por allí.

Parte necesaria de la construcción de una unidad sustentable es darle forma a un discurso público que busque resignificar y fortalecer banderas muy propias (igualdad, inclusión, justicia social) y, además, disputar conceptos que hoy parecen exclusivos de Cambiemos, pero que son parte del ideario histórico del espacio democrático y popular (orden, modernidad, progreso, libertad). El peronismo necesita escapar del papel de “conservadores” donde lo ubica Cambiemos. Para eso necesita pensar el país y pensarse para adelante.

A esa ausencia de discurso de futuro se añade algo que Capitanich ha explicado de manera inmejorable: “El problema central es que el discurso precisa un actor como exponente, por eso la matriz hegemónica te va a insultar, agravia y descalifica al actor que enuncia. Nosotros tenemos un problema serio de comunicación, porque atacan al actor y descalifican el discurso.” Esto que tan bien resume Capitanich es la punto nodal que fortalece la idea de “renovación”. Sin embargo, el problema es que hoy se buscan nuevos actores para emitir un discurso que aún no se conforma. Se vive el peor de los escenarios: renovadores cuya única agenda es repetir la palabra renovación.

El peronismo necesita construir un discurso moderno pero entendiendo que modernidad no equivale a mimetizarse con el adversario. Modernizarse es escuchar a esta sociedad, la de hoy, la cual es resultado del kirchnerismo y, ahora también, del macrismo.

*Doctor en Historia (UBA/Paris 8). Twitter: @marcosschiavi