La inflación tiene varias consecuencias negativas para el funcionamiento económico. Me quiero referir aquí a las que tienen que ver con las confusiones que genera en la gente común. El desconcierto que genera la inflación afecta desde luego los bolsillos de los confundidos, pero también a la propia dinámica inflacionaria.

El consumidor es una víctima inmediata de la inflación, porque la suba de precios no se verifica de manera organizada y generalizada, sino a través de cambios discretos y muy variables según el bien y el comercio. Enfrentado con una multitud de precios que se modifican mes a mes, el público no logra registrar los valores “verdaderos” de los productos que adquiere, lo que dificulta la comparación. “Camine y compare precios” puede ser un buen consejo en épocas más o menos estables, pero es una misión no demasiado conveniente en escenarios cambiantes si no se quiere perder todo el día buscando las mejores ofertas.

Es más, aunque el consumidor tuviera alguna idea de cuánto valen los productos que usualmente compra, no siempre es fácil identificar la magnitud de las variaciones en sus precios. Por caso, si la leche entera valía 122 pesos y ahora vale 130 esto parece un cambio menor (la diferencia son monedas), pero significa un 6,5%de aumento, una gran diferencia en término de ingresos para las empresas. La odisea de interpretar las subas de precio no termina aquí, porque el consumidor debe recordar también desde cuándo ese precio no se modifica. Si durante tres meses la leche valió 122, la suba está en línea con la inflación general, pero si la vigencia del precio es de apenas un par de semanas, es excesiva.

La recorrida en busca de mejores precios suele ser un escape hacia ningún lado. Dado que los precios varían de manera irregular, en un comercio alternativo la leche será más barata, pero el pan lactal puede estar más caro. En estas circunstancias no podemos asumir que el consumidor está informado y que con sus decisiones contribuirá a estimular la competencia entre las firmas. Varias empresas y comercios, incluso los pequeños, se encuentran entonces con un mayor “poder monopólico”, en el sentido que logran vender sus productos a precios no siempre competitivos (en jerga económica, porque la demanda se ha vuelto más inelástica).Por otra parte, en este estado de cosas las estrategias de consumidores organizados para moderar la suba de precios está destinada al fracaso. Simplemente no hay forma de diagnosticar a qué precios apuntar, ni tampoco de monitorear si la estrategia está funcionando en la práctica.

Desde luego, hay consumidores informados y productos cuyos precios son más o menos identificables, en especial los insumos de uso generalizado. Pero esto no asegura que la competencia actúe. Cuando el comprador se queja de las subas, el comerciante suele contestar que “le llegó una nueva lista de precios con aumento”, sugiriendo que lo único que está haciendo es trasladando al precio final un aumento en sus costos. Esta es una explicación perfectamente justificable y el consumidor no puede hacer demasiado para rebatirla. Después de todo, no se puede pretender que la carga de la lucha contra la inflación caiga en un comercio de barrio, y es obvio en esta discusión quién es el que “decide” los aumentos de precios.

La desactivación de los mecanismos competitivos cuando la inflación es alta y variable es nociva. Como dijimos, se profundiza el poder monopólico en casi todos los rubros, lo que puede dar lugar a aceleraciones inflacionarias si firmas con mayor poder se coordinan para aumentar sus precios, pues el resto las seguirá. Esta situación le concede a las expectativas un rol demasiado relevante (la economía suele sufrir inestabilidad cada vez que las expectativas toman el control), ya que si las empresas clave esperan que la inflación se exacerbe, subirán los precios para cubrirse, sin mayores consecuencias sobre sus ventas. Es en este sentido que algunas empresas pueden tener un rol en la determinación de la dinámica de precios.

A la hora de interpretar qué está pasando a partir de la experiencia propia, los consumidores sacan dos conclusiones más o menos inmediatas. Primero, que los responsables de la inflación son los grandes jugadores. Segundo, que los principales afectados por la inflación son los compradores. Este es un diagnóstico incompleto, pero tiene una buena cuota de realismo. Los trabajadores informales, por ejemplo, ven erosionar con la inflación su ingreso de manera permanente, lo que da la sensación de que la suba de precios es “pura pérdida”: si éstos aumentan un 50%, esa es la magnitud que perderán de poder adquisitivo. En la práctica, algunos ingresos informales se terminan ajustando a la dinámica inflacionaria, aunque es posible que lo hagan, al menos en el corto plazo, por debajo de la inflación. Pero la sensación negativa al experimentar los aumentos de precios suele ser peor que la pérdida real.

Estas percepciones no son la consecuencia de un público poco formado o educado. Es un diagnóstico natural en función de la experiencia personal, y está bastante generalizada. Los responsables de establecer políticas para atacar la inflación, si bien deben considerar el enfado que este fenómeno genera en la percepción pública, no deben limitarse a diagnosticar de la misma manera. La inflación, cuando está consolidada después de tantos años, es un fenómeno complejo que cuesta derrotar. Las herramientas para enfrentarla deberán ser variadas, y la estrategia debe estar caracterizada por la paciencia y un esfuerzo sostenido, pues los atajos para acabar con ella de una sola vez suelen terminar mal. Mi breve aporte en este debate es que uno de los grandes desafíos parece ser cómo armar de paciencia al público que vive el malestar de la inflación en el día a día.