Es curioso recordar que, en la época colonial, por la actual Argentina pasaba gran parte del dinero que circulaba en el mundo: la plata extraída de Potosí, acuñada en pesos fuertes, llegaba hasta China. El dólar estadounidense se devaluaba contra la sólida moneda hispanoamericana. Esa abundancia de dinero significaba disponibilidad de crédito, que se ofrecía a una tasa de entre el 5 y 6% anual en préstamos sin riesgo.

Desde la independencia, en cambio, los monstruosos gastos de la guerra (y consiguientes déficits gubernamentales), y la pérdida del control de Potosí, acabaron con el tráfico de plata (que en las exportaciones fue reemplazada por productos ganaderos) y también con la abundancia de crédito. La tasa de interés se disparó, llegando pronto al 40 y aun al 60% anual, sobre moneda "dura", es decir oro o plata. Para resolver el problema, Bernardino Rivadavia impulsó la creación de un Banco capaz de emitir papel moneda, al principio convertible 1 a 1 con el peso fuerte de plata, pidiendo además un préstamo a la casa londinense Baring por un millón de libras esterlinas, o cinco millones de pesos fuertes. Eso aumentó la oferta de dinero, haciendo descender la tasa de interés en Buenos Aires hasta que en 1825 volvió a ser de alrededor del 6%, lo cual, junto con el equilibrio fiscal, impulsó fuertemente las actividades productivas. Pero la guerra del Brasil (1825-1828), disparó nuevamente los gastos, y derrumbó los ingresos estatales, basados sobre todo en derechos de aduana. El gobierno se apropió del banco y de las reservas en metálico, y dejó al papel moneda sin respaldo. La devaluación fue inmediata, alcanzando el 90% anual en 1827, y por momentos el 18 a 20% mensual. El préstamo dejó de pagarse, arrastrándose el default por varias décadas.

Ese primer ciclo devaluatorio (e inflacionario) y ese primer préstamo fueron seguidos por muchos otros más. Entre 1821 y 1878, la provincia de Buenos Aires contrató 21 empréstitos internos, por un total de 26.344.370 pesos fuertes (o sea más de 5 veces el empréstito Baring); y otro externo por 1.034.000 libras, luego de arreglada la salida del default. Es de destacar que la emisión de deuda ocurrió bajo todas las administraciones, de todos los signos políticos, y con los mismos justificativos (consolidación financiera, gastos de guerra, déficit del presupuesto); y que tuvo lugar paralelamente a una emisión de dinero sin respaldo que llevó al peso papel de 1 a 32,5 por 1 peso fuerte. Las demás provincias no se quedaron cortas: emitieron más de 11 millones en deuda hasta 1880; y el gobierno nacional lanzó a su vez empréstitos por más de 35.000.000 de pesos fuertes. También esas administraciones apelaron a la emisión de moneda sin respaldo. En 1880 la misma llegaba a casi 40.000.000 de pesos fuertes, y perdía valor incluso contra las monedas bolivianas de  baja calidad que eran el circulante alternativo en las provincias. Y aun desde 1883, en que por fin se logró imponer una nueva y más sólida moneda nacional, ésta empezó también un recorrido devaluatorio que la llevó, desde el recurrente 1 a 1 inicial contra el peso fuerte, hasta 3.74  en promedio siete años después. En 1900, la deuda de la época de la independencia (que incluía reclamos de ciudadanos españoles confiscados) aún estaba pagándose junto con la de Baring; a ella se sumaba la contratada para financiar los permanentes déficits, y realizar las imprescindibles obras públicas de un país en construcción. Por si fuera poco, sucesivas crisis económicas (1826-28; 1839-40; 1845-48; 1857; 1863; 1873-76; 1890-91; 1900-1901) trajeron derrumbes en las cotizaciones de los bonos gubernamentales, corridas a los bancos para retirar depósitos, y subas escalofriantes de la cotización del peso fuerte contra el peso papel. Pero a pesar de devaluaciones y deudas, el país progresaba a paso firme, ubicándose entre las economías más ricas del mundo. Desde 1901, luego de la exitosa defensa de la convertibilidad del peso a una paridad fija, el ciclo de prosperidad que siguió, apuntalado por poderosas exportaciones, consolidó finalmente ese lugar, que ni siquiera la gran crisis de 1914 logró conmover seriamente. Ese país tan rico estaba abierto al mundo, y a la vez desarrollaba su mercado y sus industrias; para 1930 éstas superaban al sector agrario como parte del PBI, y se anunciaba el "despegue industrial" de la Nación.

¿Cómo fue que todo eso se perdió? ¿Cómo fue que las deudas y devaluaciones no impidieron el progreso hasta entonces, y sí parecen ser hoy un pesado lastre cotidiano? Sin duda, avanzado el siglo XX, la inestabilidad se hizo cada vez mayor; desde 1945 a 2021, la tasa de inflación anual de Argentina promedia el 139%, por lejos la más alta del mundo y la mayor de nuestra historia. Pero la gran diferencia estriba en que el país anterior estaba abierto al mundo, y su economía era por tanto integralmente eficiente y competitiva; el actual sólo incluye algunos pocos rubros en esas condiciones, y muchos que, por la razón que sea, dependen de subsidios. La brecha cada vez mayor entre unos y otros quiso ser saldada con gastos a cuenta del futuro; cualquier préstamo tiene entonces por destino probable perderse en los vericuetos estériles de las subvenciones estatales. En ese recorrido, el país inflacionario se empobreció cada vez más, arrojando a la miseria a crecientes masas de sus ciudadanos. La inestabilidad económica, por tanto, tiene ahora un costo mucho mayor que antes, y el peso del estado, asignando recursos cada vez más escasos de forma discrecional e ineficaz, no es un factor menor en la pérdida general de riqueza. Retomar la senda del crecimiento no parece posible bajo esas circunstancias; y si de algo sirve la historia, es para mostrarnos otras recetas que sí fueron eficaces, más allá de la difusa hojarasca de deudas y devaluaciones.