En 1972, el cineasta franco-griego Costa-Gavras estrenó la película “Estado de Sitio”, una ficción basada en la historia del secuestro y asesinato a manos de la guerrilla uruguaya de Dan Mitrione, un agente del FBI y la Office of Public Safety (OPS) dedicado a la contrainsurgencia en América Latina. Mitrione había trabajado con la policía brasileña durante los primeros años de la dictadura brasileña antes de introducir la tortura en Uruguay durante el gobierno cuasi de facto de Jorge Pacheco Areco, del partido Colorado. Durante la presidencia de Pacheco Areco fueron suspendidas todas las garantías constitucionales, los partidos políticos (salvo el suyo) y la participación política, a través de las “Medidas prontas de seguridad”, una suerte de versión oriental del clásico Estado de sitio, de ahí que la película toma ese título.

La película de Costa-Gavras funciona como una descripción general sobre la suspensión de los derechos políticos en toda la región a fines de los años 60s, con la vigencia en casi todos los países, el nuestro incluido, de las a posteriori llamadas “dictaduras blandas”. Su mayor virtud es la de mostrar, casi a modo de advertencia, el caldo en el que cocinó lo que vendría después, con las dictaduras genocidas de los 70s.

Estado de sitio

La última vez que el Estado de Sitio se decretó en Argentina fue el 19 de diciembre de 2001, con la firma del infame Fernando De La Rúa. Antes había entrado en vigencia durante los últimos 15 meses del gobierno de la también infame Isabel de Perón, desde fines de 1974 hasta el golpe del 76.

Para quienes aún conservan fibras sensibles con lo peor de la historia argentina, que Cristina Fernández de Kirchner haya hecho alusión a ese término durante su alegato de este viernes en el marco del juicio de Vialidad no pudo haber pasado así nomás. Removió fantasmas pesados.

Estado de sitio

“Yo vivo en un estado de sitio permanente —lanzó la vice en el tramo más fuerte de la hora y 27 minutos de su descargo— porque mis garantías constitucionales están suspendidas desde 2015”.

A ese mensaje, que claramente estuvo dirigido al Poder Judicial a modo de denuncia, también se lo puede extrapolar y vincular con el atentado que Cristina sufrió contra su vida. El intento de magnicidio resignificó de manera brutal no sólo el juicio actual que afronta sino toda la serie de ataques de la que ella y sus seguidores vienen siendo objeto, como dijo, desde que concluyó su segundo mandato, y antes también. Se llame “discursos de odio”, “lawfare”, o como se lo quiera llamar. Porque la pistola que Sabag Montiel gatilló en su cara restituyó la violencia política en el país y desde entonces todo, lo que vendrá y lo que pasó, puede y debe ser leído en esa clave.  

Más claro: hay necesariamente un vínculo histórico y simbólico entre el discurso predominante de los medios hegemónicos y de los sectores anti peronistas de la sociedad de que “los kirchneristas son todos chorros” con la acusación del fiscal Diego Luciani de que los tres gobiernos kirchneristas fueron una asociación ilícita para perpetrar actos de corrupción con la obra pública.

Estado de sitio

En esa misma línea de razonamiento, los seguidores de Cristina, al igual que ella, están habilitados después del atentado del primero de septiembre a señalar también que hay un vínculo histórico y simbólico entre aquellas épocas de persecución, proscripción y violencia política con lo que sienten ahora, que todo pasó a otro nivel.

El sector de la sociedad que Cristina representa políticamente viene diciendo a viva voz desde hace 20 días que atraviesa una mezcla de emociones que tienen al miedo como base. Eso se vio y se escuchó con claridad en la movilización a la Plaza de Mayo ya el día posterior al atentado. No por nada subyace la fantasía de terror de lo que podría haber sido si Sabag Montiel lograba apretar el gatillo con éxito.

A todo eso se le suma, además, la ausencia de un rechazo contundente a los hechos por parte del resto del sistema político. Es lógico: es el mismo sistema político que usufructuó durante años el anti-kirchnerismo incluso para construir candidatos, línea política, triunfos electorales y cargos públicos.

Pero hay una línea más fina y es la que se cruzó después de los hechos, y que la propia vicepresidenta citó en el alegato: dos de los abogados de los imputados por el intento de magnicidio fueron asesores de diputados y senadores del Pro. Por otro lado, uno de los posibles instigadores recibió un sospechoso pago millonario por un par de mesitas de luz de un fideicomiso vinculado con el ex ministro de finanzas de Mauricio Macri, Luis “Toto” Caputo.

A propósito de esa falta de (como mínimo) decoro político, hay una perla en un texto que escribió un constitucionalista de Harvard, Frederick E. Snyder, a propósito del uso del Estado de Sitio en Argentina, que está inspirado en el modelo norteamericano. Snyder ubicó una particularidad en el artículo 23 de la Constitución, el que le otorga esa facultad al presidente en funciones en casos de "conmoción interior" o de un "ataque exterior". Y es que durante la suspensión de las libertades individuales, “el presidente de la República condenar por sí ni aplicar penas”, según consta en el texto constitucional.

Para Snyder, esa salvedad pone “al derecho constitucional a hibernar, pero la ley permanecerá sana y salva, aunque en un nivel menor”. El gobierno podrá ejercer poderes extraordinarios durante el estado de emergencia, pero su actuación debe ser impecable. En otras palabras, las revueltas y la reacción pueden ser características permanentes de la vida política de la nación, pero eso no nos convierte en bárbaros”.

Según Snyder, la clave es que en las crisis argentinas se puede hacer de todo, pero el poder mantiene cierta apariencia de legitimidad. La misma que pareciera tener el poder para hacer todo lo que hace. Como durante todo este último mes.