El 25 de mayo de 1810, en el cabildo de Buenos Aires, la soberanía descendió. Indistintamente de la identidad de los personajes que allí se encontraban, de la convocatoria popular de aquel día, o de las posiciones políticas de Moreno o Saavedra, lo que el 25 de mayo trajo consigo fue el final a una historia en la que el rey se hallaba en el vértice de una pirámide institucional vertical y jerárquica, amparado sobre el derecho divino. Aquel día se amputó su cima y los llamados criollos pasaron a ser los gobernantes únicos del ahora ex Virreinato del Río de la Plata. Haciendo uso de una ley del siglo XIII que se encontraba en el corpus jurídico castellano y que jamás se había puesto en funcionamiento, los capitulares del cabildo retrovertieron la soberanía del rey a los pueblos.

Pero este acontecimiento no fue resultado de un acto conspirativo ni de un plan tramado sobre un regicidio. Ocurría que “el Rey”, para ese entonces, ya no estaba. El 25 de mayo, en todo caso, tampoco constituyó un acto heroico. Aquel día, los vecinos de Buenos Aires tomaron una decisión política y legalmente lógica, aunque inédita. Ocurría que Fernando VII había sido tomado en cautiverio por parte de Napoleón, quien había invadido la península ibérica en 1808 con el afán de construir su imperio, y lo había obligado a renunciar a la corona. Napoleón, violando el derecho hereditario de la época, depositó el cargo real en su propio hermano, José I. Fue en reacción a esta acefalía real que se produjo el movimiento juntista que se manifestó mediante múltiples reuniones de vecinos de las principales ciudades del orbe hispánico, quienes, en nombre del mismo principio de retroversión de la soberanía y reunidos en las mismas instituciones -los cabildos-, desataron los procesos que finalmente (aunque no necesariamente) conducirían a la independencia. Es que las juntas retrovertieron la soberanía de manera provisoria hasta en tanto el rey legítimo regresase al trono. Sin embargo, allí comenzaría un proceso de secularización y democratización del poder político que no se detendría en las décadas venideras, dando paso a nuestra actual concepción de soberanía popular.

El 25 de mayo, entonces, no es más que la fecha local de un acontecimiento que encuentra sus equivalentes en el resto de los países hispanoamericanos. Pero en el caso rioplatense, mayo de 1810 no puede ser comprendido únicamente a partir de 1808. Las invasiones inglesas de 1806 y 1807 habían sedimentado una experiencia previa que había trastocado el escenario político y militar porteño. En aquellas jornadas de lucha, se sustituyó un virrey por otro -arguyendo su inutilidad- y se habían conformado las milicias urbanas de corte popular para colaborar en la defensa de Buenos Aires. Ésta, en ese contexto había confirmado su papel de “hermana mayor” respecto del resto de ciudades del Virreinato, otorgándose el encargo de su representación y defensa mancomunada.  Años después sería la encargada de conformar la conocida Primera Junta y de colocarse a la vanguardia de los procesos políticos que traerían consigo las primeras décadas del siglo XIX.

Lo que resta escribir es que, a contrapelo de los sentidos comunes que hoy orbitan sobre la sociedad argentina, el 25 de mayo no pudo ser nunca el “nacimiento de la patria” porque, sencillamente, ésta no existía. Los habitantes de aquel ex Virreinato, emprendieron un sendero zigzagueante, no exento de profundas disputas sobre los destinos de una nación aún inexistente. Ante cada paso, los actores de aquel momento se veían en la disyuntiva por consensuar sobre el camino a seguir. Sin mapas ni planes premeditados, pero como en una diagonal, los mareos, las incertidumbres y las dudas tiñeron las decisiones de quienes mucho más tarde fueron identificados como los heroicos hacedores del país que aún hoy nos encontramos repensando.

* Cátedra “Historia Argentina I” de la carrera de Historia de la Universidad Nacional de Rosario. Twitter: @UNRoficial