La avanzada neoliberal cambió la sociedad de diversas formas. Bajo el discurso de autonomía de los individuos, se desprotegió a la población en favor del negocio de pocos, además de vulnerar de manera explícita la garantía de derechos humanos básicos. 

La pérdida de bienes y servicios comunes ha sido una constante, en la medida en que estos han sido tratados como simples mercancías, disponibles según la capacidad de compra de cada quien. Los Estados perdieron herramientas de intervención, en especial a través de las privatizaciones, pero también por las reformas de sus leyes para facilitar las inversiones privadas en distintos ámbitos de actividad, en particular la inversión financiera y la extranjera. Esta clase de reformas –junto a la flexibilización laboral y la apertura comercial- fueron ampliamente impulsadas por los organismos internacionales de crédito, particularmente por el FMI, como salida a la crisis de la deuda de los años ’80.  

Penosamente, mucha de esa infraestructura legal e institucional sigue vigente al día de hoy. El neoliberalismo ha mostrado tener muy pocos reparos a la hora de avanzar con su programa. Las fuerzas políticas que representan este programa saben que la correlación de fuerzas se modifica, no es un dato, y por ello han avanzado en tropel, y en largos años busca desmontar por etapas. Una de las tantas pruebas de ello es la firma del acuerdo Stand By con el FMI en 2018 por parte del gobierno de Cambiemos. Ese acuerdo no tenía acto administrativo habilitante, no tuvo los controles presupuestarios ni jurídicos, de modo que constituía un atropello institucional.  

Aprovechando las analogías de las que gusta la ortodoxia, sería como si el tío estaba a cargo de comprar la cena y aprovechó para jugarse la casa con el prestamista del barrio. La legitimidad y la legalidad de la operación están más que en duda; como ocurre desde la dictadura con una gran parte de la deuda pública. Y, sin embargo, se insiste: “la deuda debe ser honrada”. ¿Por qué, si proviene de actos sin validación jurídica ni política? ¿No puede explorarse la posibilidad de no pagarla, o de auditarla antes de discutir el pago? 

Incluso fuerzas progresistas temen responder estas preguntas, y prefieren resguardarse ante lo que sería una afrenta al sistema financiero internacional. Para preservar el acceso a posible financiamiento nuevo, responden. Para dar señales de credibilidad, reducir la incertidumbre. Para países sin problemas de deuda, la reputación no parece ser un problema, mientras que para aquellos que sí los tienen, la evidencia es cruzada. En este sentido, no deja de ser interesante cómo la expectativa de que efectivamente esta vez sí resulte bien, juega un rol más fuerte que su efectiva realización. El poder estructural de los acreedores se expresa en la aparente imposibilidad de explorar alternativas. 

La deuda ha crecido en todo el mundo en las últimas décadas. La deuda pública alcanzó el equivalente al producto mundial. Esto significa que crecen también los servicios de la deuda, desplazando otros posibles usos. Durante 2020, en medio de la pandemia de COVID-19, 108 países no desarrollados vieron aumentar sus deudas públicas por 1.900.000 millones de dólares,al mismo tiempo que pagaban 194.000 millones de dólares. En 36 de estos países, los pagos de deuda superaron a los de educación, mientras que en 62 superaron la inversión en salud. Los pagos de deuda desplazan otras asignaciones, poniendo en riesgo de manera directa derechos humanos consagrados en convenios y pactos internacionales. 

Este desplazamiento –reforzado por los pedidos de austeridad de los acreedores- impacta sobre las mujeres de manera desproporcionada. Primero, porque les quita acceso a servicios básicos. Segundo, porque les quita posibilidades de empleo en ramas laborales altamente feminizadas. Tercero, porque se les traslada a ellas la carga de tareas no remuneradas que el Estado deja de garantizar. 

La provisión deficiente por parte del Estado ha obligado a los hogares a hacerse cargo de su acceso a estos bienes y servicios básicos, lo cual ha encarecido la vida. El deterioro de los servicios públicos ha ido de la mano con un aumento de la deuda de los hogares para lidiar con gastos corrientes. Por supuesto, igual que con los Estados, esto implica que sus magros ingresos luego se ven deteriorados por el peso de los pagos de la deuda. 

En los países periféricos, el peso total de la deuda se conjuga con otros determinantes que condicionan la forma en que sus economías crecen. Concretamente, los créditos pautados en moneda extranjera exigen la generación de divisas, obligando a maximizar en plazos cortos la exportación de bienes y servicios. Esto hace que se refuercen sus especializaciones existentes, dejando poco espacio para cualquier cambio estructural. Es decir, se reduce severamente el espacio que existe para dejar de depender de lo que se puede vender hoy. 

La Argentina está encerrada desde hace 6 años en una dinámica de deuda insostenible, generada en beneficio de unos pocos. A pesar de la co-responsabilidad de los acreedores en la generación de esta situación y la existencia de una situación extraordinaria –como una pandemia global-, no han habido concesiones significativas en las negociaciones en curso. El país se ve así atenazado por un poder que se expresa de formas subrepticias y que afectan nuestra vida cotidiana. Desde la crisis de 2018 a esta parte, hemos vivido con presiones cambiarias, inflación elevada, caída de salarios reales, aumento de la pobreza y la desigualdad, que componen un escenario de incertidumbre y vulnerabilidad. Y, sin embargo, una y otra vez las soluciones en discusión no parecen pasar por una recomposición de nuestras condiciones de vida y el respeto de nuestros derechos, sino por satisfacer las demandas de acreedores a cambio de la promesa de que esta vez sí será distinto. Tal es la magnitud del poder de la deuda.