Quienes venimos de las ciencias de la comunicación nos hemos topado alguna vez con un cliché de nuestro campo, el cual asegura que “todo comunica”. La idea en esta frase trillada que llegamos a repetir tanto docentes como estudiantes es que todo acto, por más involuntario y pequeño que parezca, transmite sentido y por lo tanto puede ser tomado como un mensaje. Simultáneamente, dentro de las ciencias sociales (donde las ciencias de la comunicación se incluyen) y entre las personas que pertenecemos al mal llamado “progresismo” predomina un lugar común similar sobre lo político: que todo lo es. No es extraño entonces que nuestra mirada pueda, de tanto en tanto, naufragar en la indefinición de esos todismos. Ese exceso de indiferenciación debe tener alguna relación con nuestra ética de no indiferencia, es decir, con el imperativo de sentir (o al menos aparentar que se siente) el sufrimiento de otros. Así, para nosotros los progres, todo comunica, todo dice, todo es político, porque la dominación, la exclusión, las injusticias, etc., se ejercen en todos los aspectos y detalles de la vida cotidiana. De eso estamos hechos, ideológicamente. Somos el Frente de Todo.

De este gobierno se ha dicho a menudo que comunica mal. Hay una idea subyacente a ese enunciado que es la de una diferencia tajante entre el mensaje y su contenido, en este caso las medidas del gobierno que, supuestamente, no sabe comunicar. La idea pareciera diferenciar política y comunicación: el gobierno es bueno en sus políticas y malo en cómo las cuenta. Pero esto, como vemos, choca con los dos todismos, que son puestos, así, a competir estúpidamente.

Esto no es una mera disertación teórica, sucede en la práctica: políticos de oficio indiferentes a la comunicación, creyentes de que la propia virtud de las medidas será evidente por sí sola para sus beneficiarios (como si la gente no votara contra sus intereses, como se suele decir a menudo). El sueño de una política sin mediaciones (o como diría Kicillof, “sin marketing”). Por otro lado, tampoco faltan asesores y expertos en comunicación que fuerzan la máxima mcluhaniana de que el medio es el mensaje, en el sueño eterno postideológico de una política sin contenido real. La experiencia de Cambiemos en el gobierno puso a prueba esa comprensión de la comunicación política, con no muy buenas calificaciones.

Mejor es pensar con la idea del ying yang, el símbolo taoista de la dualidad que representa un poco del bien en el mal y un poco del mal en el bien. Hay algo de comunicación en la política y algo de política en la comunicación, sin que ninguna de ellas lo sea todo.

Por ejemplo: había algo de política en la recepción de Gabriela Cerruti a Irene Montero, la ministra de igualdad española, cuando se refirió casual y casi inadvertidamente a las “piedras de la derecha” y lo subió a su cuenta de Instagram. La comunicación es mucho más que el modo de contar lo que se hace. No es tanto generar una nueva conversación como incluirse en las ya existentes. Cerruti probablemente creía estar difundiendo su conversación con una par internacional en el marco de una visita protocolar a la casa de gobierno, pero en verdad se estaba acoplando a una conversación ya en marcha que involucraba a gran parte de la sociedad, a la que la vocera presidencial se refirió en los términos de una animadversión política. Esa categoría fue recibida como un insulto por quienes se manifestaron desde el dolor de sus pérdidas durante la pandemia. Que ese dolor ya había sido capitalizado y utilizado políticamente por “la derecha” es algo en lo que muchos progresistas podemos acordar. Pero la política en la comunicación, en ese caso, produjo un cortocircuito innecesario. ¿Por qué hablar de eso? ¿Por qué reavivar ese debate?

Una de las grandes dificultades del actual sistema mediático es que los debates que ocuparon la agenda de los grandes medios hace meses se pueden reavivar con mucha rapidez en el calor de las redes sociales y de audiencias que están listas para, digamos, saltar como leche hervida. Naturalmente que hay digitación en todo eso. Los autoconvocados y las manifestaciones espontáneas son un mito tanto en la política como en la comunicación. No obstante, ambas están hechas irremediablemente de esos aparatos que movilizan sus respectivas formas de participación. Uno de los grandes desafíos de la comunicación actual es, como decimos en las redes, no alimentar a los trolls (don’t feed the troll). O en su defecto saber cuándo y con qué alimentarlos.

Este es un escenario comunicacional donde son cada vez más las variables que no podemos controlar. Por ejemplo, una foto del Presidente en el que se le ve cara de apesadumbrado (una microexpresión, como dirían algunas de las más dudosas teorías de la comunicación no verbal) es levantada por un portal de noticias opositor para ilustrar sus notas críticas del gobierno y esa foto eventualmente se convierte en un meme. Así nació la imagen de Alberto que dice “qué pasó ahora la puta madre”, una de las más compartidas y reutilizadas sobre su figura. En la circulación de esa imagen se propagó la caracterización de que Alberto Fernández no tiene control de su gobierno y es constantemente desbordado por las circunstancias (caracterización que, hay que decirlo, encontraba en la coyuntura muchos elementos que le daban verosimilitud: vacunatorio VIP, interna descarnada con el cristinismo, foto de Olivos, renuncias de ministros, etc.). La foto original fue tomada durante octubre de 2019, poco antes de su esperada victoria electoral frente a Macri, es decir cuando no había ni por asomo un concepto social de su persona parecido al que esa foto sirvió para consolidar un año y medio después. El escenario comunicacional es altamente impredecible (el político, también).

Siendo tantos los factores fuera del control es necesario aferrarse con mayor fuerza a los que sí están bajo nuestro dominio. En esto el gobierno falla sistemáticamente. Vicentín fue el primer gran fiasco que marcaba, sin que lo supiéramos, lo que sería el estilo discursivo albertista de las marchas y contramarchas, que hoy se verifica nuevamente en el episodio del fallo de la Corte por la coparticipación de CABA. Que se estatiza, que no se estatiza; que no vamos a pagar, que sí vamos a pagar. Todo delata la misma falta de previsión y estrategia en el modo en que el propio gobierno se inserta en los debates preexistentes. ¿Estamos hablando de política o de comunicación? Cuesta discernirlo desde afuera, porque es el propio gobierno el que no lo distingue. Vuelven los clichés todistas.

El desafío de la distinción de lo político en la comunicación y de la comunicación en lo político es, en mi opinión, uno de los mayores para este gobierno y posiblemente para el peronismo de ahora en más. Seguramente CFK sea la única que logra tener la capacidad para hacer llegar su mensaje y posicionarse en los debates. Pero si bien su manejo de los silencios y del timing para hablar sean de los más impecables de la política, su caso es excepcional porque goza (y sufre, a su vez) del privilegio de ser todavía el centro de atención del sistema político. Eso le permite valerse de recursos tradicionales como el acto multitudinario y la oratoria extensa, que no sólo le quedan grandes a otros comunicadores tanto del oficialismo como de la oposición sino que además les quedan viejos. Y no es que CFK no haga uso de las herramientas contemporáneas (usa Twitter, Instagram, YouTube y su sitio web asiduamente) sino que, por sus irreplicables particularidades, puede hacerlo en conformidad estilística con los géneros históricos de la política. Es la última gran líder popular en una época de extintos perones, alfonsines y néstores.

Cristina es lo que Alberto nunca podrá. El Presidente quiso referenciarse en Alfonsín, uno de los grandes oradores de la política argentina (reputación que se afianzó en las escenas del acto multitudinario y del registro televisivo, que ya no son los que eran) pero su terreno discursivo fue el de las cadenas nacionales, las conferencias de prensa y las entrevistas en radio y televisión. Quiso ser, durante gran parte de su gobierno, su propio y único vocero, armado únicamente de su autopercibida capacidad retórica de profesor de derecho. Al principio funcionó, pero rápidamente se agotó el recurso, y con él su imagen. A eso le siguieron también los escándalos.

Se trata de un gobierno que no logra insertarse en los debates preexistentes ni mucho menos fijar en ellos algún atisbo de posición dominante. Habrá habido algún reconocimiento de ello en el borramiento que tuvo del festejo por el mundial. Pero bajarse de los temas de conversación no parece ser la solución tampoco. Cuando fue lo de Alfa, el participante de Gran Hermano que hizo comentarios difamatorios del Presidente, el problema no fue salir a responderle, sino la elección particular del enunciador y del tono: la vocera presidencial (demasiada jerarquía para semejante interlocutor) y la solemnidad impostada, la defensa de “la dignidad” del Presidente, para algo que no pasaba de un comentario irrelevante. Tan insólito fue, que el propio presidente tuvo que salir a aclarar que la vocera hablaba en representación suya, desbaratando así (momentáneamente) el sentido de su función.

El gobierno no tiene brújula comunicacional. Falla en cómo se inserta en los debates, en la selección de tonos, de canales, de timing y de voceros. Falla en delimitar el tema; identificar las posiciones y sus razones; cuándo hablar; en qué canales; quién habla y qué tiene que decir. Y después está la política, claro, donde habrá otros desaciertos y, más probablemente, efectos adversos, enfrentamientos y correlaciones de fuerza que suman otros factores de complejidad (y en todos ellos hay, como decíamos, algo de comunicación también).

El año que viene es año electoral y llega el momento más difícil: el de persuadir. Pero del mismo modo en que la crisis económica hoy es más un efecto de la mayor y predominante crisis política (no solo del gobierno, sino de la política en general), la comunicación (el marketing electoral) sólo podrá ordenarse cuando la política lo haga.

Y no se trata de persuadir a los contrarios, de cerrar la grieta o de ninguna ingenuidad de ese estilo. Se trata de persuadir a los propios. Es idílico pensar que la comunicación puede devenir en un escenario de acuerdo general, de disolución total de las diferencias. Porque estas diferencias no son meras posturas en un debate sobre qué es más razonable (idea que el libertarianismo sobreactúa para parecer que “tiene razón”, como si hubiese una solución única, técnica o teórica a nuestros problemas. Spoiler: no la hay). Son divergencias abismales de roles, intereses y posicionamientos en lo social. Eso es lo político en la comunicación. Quien quiera dedicarse a ser solamente un buen argumentador (como quiso Alberto en la época en la que le gustaba ser su propio vocero) se perderá de ese gran terreno, acaso uno de los más cruciales, donde librar hoy la batalla por construir un proyecto político dominante. Multiplicar las voces y alinear los mensajes. De eso, en parte, habló Cristina en su acto de Avellaneda el martes, cuando pidió a su militancia “hablar y explicar”. Porque ella, que ha sido durante tantos años la única voz, entiende que esta no es más una época para únicas voces. Llámesele “renunciamiento” o “proscripción” es la escena de un corrimiento. Es el llamado a ser “Todos” en el Frente de Todo.