La sociedad crea riqueza y la asigna anualmente de alguna manera. En el capitalismo, por lo general, ese reparto es manifiestamente desigual entre los trabajadores y los empresarios.

La disparidad de tal prorrateo, acumulada en el tiempo, da origen a que el “stock” crecientemente genere mayores distancias entre los extremos. Unos pocos cada vez con más y muchos cada vez con menos, en relación a lo producido.

Por tanto, no parece tratarse de enojarse con el resultado final, motivos no faltan, sino de entender por dónde se origina de tal proceso. Esto es, en el transcurso mismo de la producción de bienes y servicios (a través del cual operan tanto los destinos de lo generado; consumo, inversión, exportaciones) como, de manera particular, la forma en que se distribuye.

Una manera de ver esto, que fue abandonada durante bastante tiempo es lo que se denomina la distribución funcional o factorial del ingreso o, sencillamente, la distribución del mismo.

Claro que hay otras formas, de modificar en parte esa inequidad, esos contrastes, pensando en los ingresos monetarios. Sintetizando al extremo, a través de ciertos impuestos que tienen por objeto reasignar fondos de modo directo (transferencias) o indirecto (prestación de servicios básicos). Por cierto -sin entrar en vericuetos demasiado técnicos- no todos los impuestos tienen carácter progresivo ni todos los usos son necesariamente virtuosos, per sé.

Entre los primeros se distinguen los impuestos directos (que recaen sobre los ingresos de las personas o de las unidades económicas) y que, con escalas adecuadas, se pueden calificar como progresivos. Otros son los llamados “indirectos”, típicamente el IVA, que recae sobre el conjunto de las personas que adquieren cualquier bien o servicio disponible en el mercado. Nótese, de paso, que las así llamadas retenciones a las exportaciones técnicamente pertenecen al segundo grupo, no al primero.

¿A qué viene este rodeo? A admitir que la cuestión de la percepción de ingresos de manera desigual o, al menos insatisfactoria para los estándares deseados, es parte de un complejo proceso que conjuga decisiones políticas y económicas y que de estas últimas no podemos prescindir. Se ha dicho hasta el hartazgo que de las decisiones económicas se puede hacer cualquier cosa menos evitar sus consecuencias.

Ejemplo: Si Argentina en las últimas décadas disminuyó la tendencia a invertir -relativamente a lo que produce-, se comprende que los resultados al menos van en dos sentidos. Por un lado, la capacidad productiva del conjunto disminuye: de hecho, el Producto Per Cápita es igual o menor que una década atrás, con lo que todos somos algo más pobres. Por el otro, la disputa entre capital y trabajo se exaspera; pues cada uno trata de apropiarse de una mejor proporción de una torta cada vez más chica.

No es ajeno al mundo de la política (mucho menos a la economía) que instituciones establecidas desde hace mucho tiempo como el Consejo Nacional del Salario, la Productividad y el Empleo (bajo la órbita del Ministerio de Trabajo) se ha concentrado, casi en exclusiva, en fijar anualmente los niveles de salario mínimo, por debajo del cual no puede establecerse ningún Convenio Colectivo de Trabajo. Lo cual es saludable, imprescindible, aunque insuficiente.

Pero al quedar sistemáticamente afuera el ingrediente de la Productividad, el país sigue desaprovechando la oportunidad de debatir de qué manera ésta puede irse acrecentando y, en ese marco, disputar el modo en que tales mejoras no quedan de un solo lado sino que sean compartidas entre el capital y el trabajo.

Nada de esto es sencillo en general. Menos aún cuando asistimos a una crisis profunda, que no es sólo económica, pues en gran medida deriva de las disputas en la cúpula del gobierno. Precisamente por la magnitud del desafío es imprescindible desechar simplismos tales como el que dice “solo importa recuperar el consumo”. Si agotáramos todo lo ya producido ¿luego, cómo seguiríamos?

El desarrollo económico y social requiere orientación, políticas, horizonte e instrumentos. Es una discusión aun no cerrada ni mucho menos. Pero no podemos evitar darla, tanto desde la perspectiva económica como de la política.

Sin inversión no hay crecimiento y sin este no hay mayor demanda laboral;  sin ello, a la vez,  no habrá posibilidades de incremento del consumo. Puede ocurrir -como en la actualidad- que el rebote parcial del empleo sea simultáneo con la disminución de la capacidad de compra de los ingresos respectivos, debido a la calidad de los puestos que se crean o disponen. Esto se ilustra con la baja pronunciada de la participación salarial en Argentina a lo largo de 2021

Queda fuera de esto, por supuesto, el gran tema pendiente del país que arrastramos desde hace décadas, a diferencia de nuestros países hermanos. La inflación sigue golpeando en especial a quienes se ilusionan con más pesos en el bolsillo, aunque estos alcancen para cada vez menos.