En una memorable sentencia de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, dice Maquiavelo: “es necesario, o no ofender a nadie, o hacer todas las ofensas de un golpe y después asegurar a los hombres y darles motivos para que aquieten y serenen su ánimo”. Claro que el pensador florentino deja leer entre líneas que el príncipe que pretenda “hacer todas las ofensas de un golpe” debe contar con una gran concentración de poder, una dotación de mando que –afortunadamente- no abunda en esta coyuntura por nuestras pampas. Más bien, todo lo contrario: el experimento gubernamental que está iniciando nace –entre otras orfandades- con una notoria fragilidad legislativa en el marco de un parlamento atravesado por una acentuada fragmentación (explícita o larvada). 

Por eso, y dejando de lado por un momento las muchas ofensas que perpetró durante la campaña, un primer dilema de Milei se ha venido resolviendo en estos febriles días que empezaron a contarse desde la noche misma del 19 de noviembre: ¿Habrá una coalición de gobierno “estable” (estacionada claramente a la derecha del espectro político) o un sistema de acuerdos “múltiples y móviles” (que incluirá a sectores no kirchneristas del peronismo pero también a algunos kirchneristas, sobre todo a aquellos atenazados por urgencias fiscales)? Un poco por elección de los nuevos habitantes de la Casa Rosada y otro poco porque se fue dando así, parece que la opción que se va imponiendo es la segunda. En tal sentido, el gabinete que se ha venido armando a los ponchazos pone de manifiesto esa estrategia: una mezcla de promesas de campaña, pagos de viejas o nuevas fidelidades, pragmatismo sin fronteras y mera improvisación. De aquí en más, ya veremos si esos acuerdos conforman algo parecido a un “sistema” regular de intercambios o se trata de un rompecabezas que se armará caso por caso (si pensamos lo que le costó al eje formado por Alberto Fernández-Sergio Massa-Martín Guzmán sacar un acuerdo relativamente light con el FMI, podemos vislumbrar algo de lo que puede venir…). 

Pero el otro gran dilema que enfrenta el gobierno que se pone en marcha el 10 de diciembre no es menos arduo: ¿Avanzar “paso a paso” o “ir por todo”? Mirando el asunto desde la vereda de enfrente, podríamos decir que la agenda de Milei (para ponerle un nombre rápido a un amasijo de proyectos, voluntades e intereses que todavía está lejos de ordenarse) contiene tres “paquetes” de objetivos que van de una menor a una mayor ambición: el paquete de la “estabilización”, el de las “reformas estructurales” y el de la “batalla político-cultural”. Hablo de “paquetes” porque es claro que no se trata de un objetivo único, sino de un conjunto articulado de metas, estrategias y dispositivos de implementación; y cada envoltorio tiene sus propias complicaciones. Así, por ejemplo, no es lo mismo diseñar e implementar reformas estructurales “blandas” (derogar trabas a las exportaciones o desburocratizar procesos administrativos para fundar una PyME) que llevar adelante reformas “duras” (privatizar empresas públicas o flexibilizar el mercado laboral).

El punto a tener en cuenta es que esos diferentes niveles de propósitos presentan una complejidad política y una conflictividad social crecientes: cada vez que el novio de Fátima Flórez intente ascender por esa escalera, encontrará mayores y diversas resistencias. La “lucha contra la inflación” puede concitar –más allá del modo específico con el que se encare el problema- un amplio apoyo inicial, mientras que avanzar en la derogación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo (como prometió en la campaña) puede meterlo en un callejón sin salida. Y esto es así –entre otras razones- porque el ex arquero de Chacarita no debería confundir el 30% de votos “propios” que supo conseguir en las elecciones generales, con el “excedente” circunstancial de sufragios que recibió en el balotaje. 

Ahora bien, el nudo del problema está en la espinosa vinculación entre las dos primeras series de objetivos. Para mostrar que el asunto es peliagudo baste señalar que algunos especialistas –muy serios- consideran fundamental desarmar ahora mismo el rancio “régimen social de acumulación” que nos trajo hasta aquí (no sólo el conjunto de políticas económicas heredadas directamente del kirchnerismo); mientras que otros expertos –no menos serios- creen que es mejor concentrar la poca pólvora disponible en sincerar-estabilizar la economía, sin mezclar los desafíos de corto con los de mediano-largo plazo. 

En apoyo de los segundos hay un ejemplo histórico que viene a cuento y que algunos integrantes del nuevo elenco gubernamental deberían conocer por vía paterna (o en todo caso, a fuerza de estudiar un poco, si les diera por agarrar los libros…). Con todo el poder en sus manos y con una gran experiencia política a cuestas, el lanzamiento de fuertes reformas estructurales (las desordenadas privatizaciones de Aerolíneas y de la empresa nacional de telecomunicaciones, por ejemplo), no le evitaron a Carlos Saúl Menem pasar por el trago amargo de un nuevo fogonazo hiperinflacionario, posterior al que sufrimos en el tramo final del gobierno de Raúl Alfonsín. 

Aunque tal vez yo estoy subestimando la profunda sapiencia del nuevo presidente, quien -entre otras lecciones- aprendió de un sabio ministro del gobierno alfonsinista para qué sirven los primeros gabinetes de una nueva gestión: “son como los soldados que inician el desembarco en una guerra; la mayoría de ellos –y de ellas- mueren rápidamente, sobre la playa”.