En la última medición del ranking de Costos Laborales Unitarios de Manufacturas (CLUM), realizado a fines de 2017 por la consultora ABECEB, Argentina y Brasil quedaron ubicadas en los puestos más altos, dentro de las 25 economías representativas para el estudio. Superaron, incluso, los costos que deben afrontar países como Francia y Suiza, quedando en el otro extremo de la tabla, los países más competitivos: Taiwán, seguido por México, Indonesia, Tailandia y China.

El argumento de altos salarios ha sido utilizado por el gobierno actual para explicar la “baja productividad” de gran parte de nuestra economía, condicionando, a su vez, nuestra competitividad en el mercado internacional, el crecimiento económico y la creación de puestos de trabajo formal. En el Plan Productivo Nacional (PPN), alias “Plan Australia”, presentado en 2016 ante la UIA, ya se ofrecía la descripción de un sector industrial minado de fallas de mercado. El documento responsabilizaba a la política de aumento sostenido de salarios, que se venía implementando desde principios de siglo. Por lo tanto, se propuso la reconversión de ciertos sectores sensibles (industria textil, calzado, muebles, electrónica de consumo), ya que sus posibilidades de ganar competitividad eran escasas.

Con la presentación de la reforma laboral en el Congreso Nacional, dichos argumentos se esgrimieron con fuerza nuevamente. Esta iniciativa implica una flexibilización laboral, involucrando una importante pérdida en materia de derechos laborales. A grandes rasgos, se trata de la desprotección y la precarización en las condiciones de contratación, incentivando la modalidad de empleo temporario y facilitando la tercerización y los despidos a menores costos para las empresas. 

Pero entonces, ¿qué se evalúa cuando se mide la productividad? ¿Hay formas de ganar competitividad internacional sin recurrir a la quita de derechos de los trabajadores? Según la OCDE (2001) la productividad no tiene un único propósito ni una sola forma de medición, sus objetivos incluyen tecnología, eficiencia, ahorros de costos, procesos de producción, entre otros. Por lo tanto, si entendemos productividad como la relación entre los recursos utilizados y la cantidad de mercancías obtenidas, no necesariamente la disminución del costo de la fuerza laboral incrementaría la capacidad de producir bienes. Por lo tanto, si entendemos la importancia de una buena combinación de todos estos aspectos involucrados, una simple reducción de costos salariales no lleva necesariamente a un incremento en la capacidad de producir bienes.

En muchos casos, las mediciones de productividad son, en muchos casos, utilizadas para fundamentar el aumento de la rentabilidad empresaria a partir de –en términos marxistas- una mayor tasa de explotación de la fuerza de trabajo. Pero, esto no significa mayor producción de mercancías en menor tiempo. Además, en un modelo de caída o escaso crecimiento del empleo  -como el actual-, mientras el producto se mantenga o crezca, la productividad puede aumentar, aunque ello no signifique ninguna mejora en términos de producción.

En su tesis doctoral, Daniel Schteingart demostró que las economías más pujantes y con mayores niveles de desarrollo humano son aquellas que han logrado altas tasas de inversión en ciencia, tecnología, investigación y desarrollo. Esto se debe a que dichas políticas se tradujeron en aplicaciones productivas, fundamentales para la competitividad y el desarrollo económico. Según datos de la OCDE, en 2015 Israel invirtió el 4,3 % de su PIB en I+D, Corea del Sur 4,2 %, Suiza 3,4% y Japón 3,3 %. A su vez, Australia, país que el equipo económico de Cambiemos dice haber tomado como modelo, destina el 2,1 % de su PIB en dicha materia, además de contar con 4.530 investigadores por cada millón de habitantes, según la UNESCO. Sin embargo, Argentina está lejos de este grupos de países, consignando sólo el 0,6 % en I+D. Además, pareciera seguir un camino que lo sigue distanciando ya que, según el presupuesto nacional de 2018, se producirá una disminución de 16 % en términos reales en la función Ciencia y Técnica, la cual se suma o, al ajuste realizado en el 2017. 

En conclusión, la mejora de la productividad vía flexibilización laboral, tal como se propone, no garantiza mejoras en los procesos de producción de bienes y servicios, sino que permite aumentar los márgenes de rentabilidad empresarial. A su vez, ello tampoco se traduce en mayores niveles de inversión productiva, teniendo en cuenta las tasas de interés de los instrumentos financieros y los altos niveles de fuga de capitales. Así, resulta inminente retomar el camino de aumento de la inversión en CyT para obtener mejoras en la productividad mediante la innovación tecnológica.

* Escribe Bruno Pérez Almansi, Sociólogo