¿Cuánto tiempo se precisa para que la pandemia produzca cambios sociales durables y no sólo reorganizaciones transitorias de la vida? Esa es la pregunta. Para la cual no hay respuesta, porque no se sabe cuándo termina la pandemia. ¿Habrá un día D del fin? ¿Vendrán oleadas intermitentes de contagios, ya sin capacidad de conmoción a gran escala? ¿Qué se llevará consigo el virus, además de vidas? La pandemia del COVID ha afectado el día a día de cada unx de lxs que habitamos el planeta y sin embargo, no hay certeza de si esos cambios dejarán marcas en el futuro. Tal es la dimensión de la crisis.

El COVID ha puesto a dos actores en primer plano: por un lado, a los hogares, como unidades productivas, como un conglomerado de oficina-escuela-taller-sala de cuidado. El hogar pasó a ser el lugar donde mayor tiempo se pasa, el lugar desde donde se trabaja y donde se enseña. No fue una ruptura con el creciente avance de la vida privada de las últimas décadas, en detrimento de la vida pública, sino su completa radicalización: ya no hay mundo privado que no pueda observarse como escenografía de un zoom. El hogar como lugar de trabajo incrementa la división genérica de las tareas de cuidado, pero también cambia la dependencia entre vivienda y trabajo: se puede trabajar ya no sólo fuera del centro de las ciudades, sino fuera de las ciudades mismas. Pero la centralidad de los hogares fue un pase al frente forzado, que se sobreimprimió a las desigualdades de hecho existentes: entre hogares con espacios de trabajo y no, con conectividad y no, sobrepoblados o no, con moradores con trabajos que pudieran virtualizarse y no, con presencia de niñxs y viejxs o no. Nada de esto se tomó como problema, sino como una fatalidad, frente a la cual, que cada quién se arregle como pueda.

El segundo actor central son los Estados, en una geopolítica que, para América Latina, resultó mucho más conectada con Rusia y China, que con sus partners habituales de los Estados Unidos y Europa. Hace no mucho tiempo se hablaba del fin del Estado, de su creciente impotencia frente a los capitales fluctuantes y cada vez más desterritorializados. El virus le da al Estado un protagonismo inesperado: vuelve a enraizar el mundo, hasta el límite inaudito de no poder viajar y se desafían sus capacidades de intervención sobre los territorios. Esto no es menor para América Latina, donde siempre se dijo que los Estados no tenían una presencia territorial homogénea. El Estado vuelve al centro, ahora con un perfil científico, técnico, si se quiere arropado con la vieja y poderosa imagen del médico del pueblo. Su alianza visible con el sector duro de la ciencia, con epidemiólogos y la ciencia básica, sólo puede ser morigerado por una alianza con otro sector, no menos tecnocrático: el de los economistas. Es el perfil más científico del Estado en mucho tiempo, un perfil que redescribió liderazgos como el de Trump y Bolsonaro como personificaciones del irracionalismo, más allá de sus votos. ¿Cuánto puede movilizar un Estado, con este perfil? ¿Cuánta adhesión popular puede suscitar? Quizá la respuesta esté en cuánto dure la pandemia. Lo cierto es que la hipótesis de que los oficialismos pagarán la gestión imposible del COVID parece poder ponerse en duda: véase el caso de México.

El reposicionamiento de la política que produjo el COVID lleva a otras dinámicas. En general, al interior de los Estados se ve una tensión, muchas veces regional, entre quiénes están al frente de las medidas de cuidado y quiénes no, entre quiénes gestionan y no. Esa división no es siempre ideológica. Hubo tensión entre Bolsonaro –negacionista- y el gobernador de San Pablo, del PSDB. Entre Trump y Biden, pero también entre Biden y el gobernador de la Florida. Entre Merkel y ciertos gobernadores estatales. Entre España y la alcaldía de Madrid. En la Argentina, puso en primer plano al AMBA como unidad, más que como suma de jurisdicciones distinguibles. Porque el virus no conoce fronteras y desnudó que si un lugar no toma medidas, su impacto se ramifica a los vecinos. La mesa común de la Ciudad, la Provincia de Buenos Aires y la Nación de los mensajes televisivos conjuntos de 2020, fue progresivamente decantando en dos polos centrales, que coinciden con el clivaje político mayoritario. Esos dos polos centrales, la ciudad y la provincia, a pesar de las diferencias, pusieron el foco en la vacunación, como salida de la crisis. Pero de uno de los polos, de la provincia, se tenía otras expectativas. Se esperaba una explosión, porque es el lugar con mayor pobreza, con mayor precarización, porque son 135 municipios a acordar, porque son tangibles las diferencias en su extensísima geografía. Que no sólo no haya explotado, sino que sea el otro referente adónde se mira cómo va una gestión, es una muestra de cuánto el virus impuso criterios de autodefensa política: incluso los municipios contrarios a la gobernación decidieron no cortarse solos. Si no, mírese el caso Tandil, que después de inventar su propio criterio de “semáforo”, volvió al redil antes de estrellarse por falta de camas. La provincia de los piquetes con tierra a la entrada de cada pueblo, en 2020, espera ahora el decreto de fases que renuevan cada lunes C. Bianco y D. Gollán, en conferencia de prensa. 

A pesar de la centralidad de los Estados, es impresionante la poca coordinación internacional. Los pedidos de liberalización de las patentes cayeron en el limbo de las buenas intenciones frente al hecho de que son pocos los países con know how para producirlas. La OMS queda dañada, los países centrales recién hace unos días impulsaron un impuesto a las multinacionales. Cada país de América Latina se largó solo a negociar vacunas y está salvando la ropa como puede, en lugares donde tener un trabajo formal es un privilegio.

Todavía estamos recuperándonos del sopapo del Covid. Cuando recuperemos el aire, enfrente va a perfilarse el abismo social, la fractura expuesta que esto dejó a simple vista y que la normalidad tapaba. Las marcas de lo que sería bueno que no perdure. La jerarquización entre trabajos protegidos y los precarios. El vacío del espacio público de los cuerpos presenciales. La paranoia de los contactos. Y también van a verse otras formas de cooperación política: gestionar un tsunami es imposible, pero siempre es preferible intentar construir una balsa, que pinchar el bote. Si esto decantara como un criterio social de distinción política, se van a observar las gestiones, más que las apuestas al caos. Las paradojas del virus.

*Investigadora del CONICET, área de Teoría Política. Profesora en UBA-Facultad de Ciencias Sociales y de UNA. Twitter: @CeciliaAbdoFe