No tiene mucho sentido realizar sentencias grandilocuentes sobre los cambios que esta pandemia dejará en nuestra sociedad. No contamos aún con la distancia necesaria para realizar balances y evaluar transformaciones de mediano o largo plazo. Después de todo, estamos aún en medio de una situación que nos supera y cuya extensión es mayor de la que seguramente imaginamos en un comienzo. A la vez, nunca es sencillo separar lo permanente de lo transitorio y lo esencial de lo accidental. Pero quizás podamos, de todas maneras, dejar testimonio de algunas experiencias y de ciertas mutaciones en la sensibilidad sin pretender que se transformen en diagnósticos universales.

Se ha insistido el año pasado, en medio de los momentos más duros de aislamiento, en la revalorización de la vida fuera de la ciudad, en la importancia de los espacios verdes y el bienestar que produce el simple estar al sol. Esta “apertura” pareció ser la otra cara de la moneda de un proceso vertiginoso de digitalización y virtualización que incluye el trabajo, el consumo, la educación o el encuentro con afectos. Nos hemos protegido y preocupado, en muchos casos, entre los más cercanos, reservando los contados momentos cara a cara para personas especiales en nuestras vidas, profundizando el desencuentro con quienes se hallan en la periferia de las actividades cotidianas. La vida se volvió más práctica, las redes afectivas se tensaron en las cercanías y los encuentros fortuitos prácticamente desaparecieron del horizonte.

Por motivos que hacen a la propia dinámica epidemiológica ha mermado nuestra presencia en espacios comunes: los medios de transporte masivos y sus estaciones, las escuelas y universidades, los estadios, teatros, bares o centros culturales. Numerosos espacios públicos, como plazas y parques, sufrieron procesos de segmentación ocupados por pequeños grupos de gimnasia o familias festejando cumpleaños. Esa lógica de la vida en burbujas no es una novedad radical, pero se ha profundizado hasta tal punto que anónimos y precarizados mensajeros en moto atraviesan la ciudad llevando mercancías que impiden cualquier conversación que podríamos tejer con los comerciantes del barrio.

Las burbujas siempre fueron metáforas de fragilidad y de cierto estado de excepción que no puede mantenerse indefinidamente sin explotar. Lo preocupante de algunas mutaciones en nuestros modos de habitar actuales es que las nuevas tecnologías acompañan y potencian los aislamientos planificados y los límites de aquello que nos contiene se hacen cada vez más estables. Las desigualdades en el acceso y el manejo de este tipo de tecnologías están tejiendo muros más altos entre las clases sociales que aquellos físicos que rodean a los barrios privados.

Pero no se trata solamente de denunciar los procesos de exclusión e intensificación de las disparidades económicas. El problema de una sociedad (bio)securitaria es siempre el de la pérdida de zonas de contaminación y mixtura. La multiplicación de las burbujas termina generando un desierto endogámico en el que se dificulta respirar. Es vital, entonces, la recuperación de los espacios públicos entendidos como lugares en los que transitar, deambular, militar y ensoñar. Es imprescindible retomar cierto hábito de la conversación, aquella forma del estar con los otros que no pretende apresurarse en llegar a una conclusión o resolver un problema. Y, sobre todo, es necesario que el entramado de cuidados y vulnerabilidades no se articule de modos reactivos para con los otros y para con nosotros mismos.

 *Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia