Falta muy poco para que la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo sea aprobada definitivamente en el Congreso. La certeza sobre este futuro próximo la otorga la enorme potencia política que se desplegó en la movilización y la vigilia del 13 de junio, que concluyó con la media sanción de Diputados. La aprobación de la ley es indispensable porque otorga derechos y permite articular políticas públicas, pero no se trata simplemente de llegar a ella. El devenir político más importante no es  principalmente el de la sanción o la derogación de leyes, sino el de las formas de auto-institución de las subjetividades políticas.

Es una democracia de muy baja intensidad la que se piensa restringida al trabajo de los representantes que deliberan sobre las mejores políticas públicas para el pueblo que los ha elegido. Por el contrario, es un ejercicio democrático de una intensidad y de una calidad inusitada el que estamos viviendo alrededor de esta ley: militada desde hace décadas, atravesando generaciones de luchadoras que han generado uno de los debates públicos más ricos de los que tengamos memoria. Pero ante todo, están realizando un acto de emancipación de la tutela patriarcal-eclesiástica, que implica a la vez la creación de un nuevo estatus de autonomía.

En 1971 Simone de Beauvoir redactó un manifiesto a favor de la legalización del aborto que fue firmado por 343 mujeres que declaraban haber abortado clandestinamente. Entre ellas figuraban Catherine Deneuve, Marguerite Duras y la gran teórica feminista Monique Wittig. Allí afirmaban:

“El aborto libre y gratuito no es nuestra única plataforma de lucha. Esta demanda es simplemente una exigencia elemental. Si no se la toma en cuenta, el combate político no puede ni siquiera comenzar. Recuperar, reintegrar nuestro propio cuerpo constituye para nosotras, las mujeres, una necesidad vital. De frente a la Historia nuestra situación es bastante singular: en una sociedad moderna, como la nuestra, somos seres humanos a quienes se les prohíbe disponer de sus cuerpos. Una situación que en el pasado sólo los esclavos han conocido.”

Desde allí, desde un lugar de opresión muy difícil de imaginar para quienes hace mucho ejercemos una soberanía poco problematizada sobre nuestra corporalidad y nuestros proyectos de vida, es que mujeres y personas gestantes están batallando contra posiciones lamentablemente naturalizadas, que hacen de la capacidad de dar a luz una necesidad y del placer sexual independizado de la reproducción, una zona exclusiva de los hombres y una forma de culpabilización para las mujeres.

Por supuesto, esta ley no cancela el dilema ético que implica la decisión de interrumpir el desarrollo de una vida que puede terminar constituyendo una persona humana. (Para afirmar lo anterior parto de lo que al día de hoy se acepta sin conflictos: cigoto, embrión o feto no tienen en ningún caso los mismos derechos que una persona humana en la legislación nacional e internacional.) No hay dilemas éticos en sí, independientes de un sujeto ético que se los pueda plantear y el hecho es que en este caso se ha dejado por fuera a las mujeres y personas gestantes de ese lugar que implica la capacidad plena de atravesar, sopesar y decidir un problema ético que involucra la propia vida y la posibilidad de gestar una vida futura. La ley no solamente permitirá a quienes decidan abortar no pasar por situaciones de estrés y violencia que pongan en peligro su vida, también habilita plenamente una discusión ética que hasta ahora está tutelada por una norma eminentemente patriarcal.

Quienes defienden la penalización del aborto, además de no poder combatir su práctica clandestina, niegan sistemáticamente la calidad plena de las mujeres y personas gestantes, su condición de sujetos éticos capaces de dirimir un problema que recién cobra entidad cuando se puede discutir, elaborar y transitar, en lugar de ser resuelto por la tutela de un “mayor”. Por otra parte, la ley permitirá para muchos una mayor cercanía entre los principios y los hechos, ya que la clandestinidad que hasta el día de hoy obliga al ocultamiento de los abortos, permite en la práctica una hipocresía que impide justamente el tratamiento ético que este problema merece.

Esto implica comprender y aceptar que lo que denominamos “vida humana” nunca es simplemente una definición biológica, sino que es tal como fruto de un reconocimiento, en el sentido hegeliano del término. Esto es, involucra el deseo y la significación de esa futura vida como humana si y solo si una persona ya reconocida por otros la desea como tal. Más allá de lo que las legislaciones sostengan, no hay otro modo de significar una vida como plenamente humana que el reconocimiento (el deseo) de otra vida humana. Hasta ahora, las mujeres y otros cuerpos gestantes estaban en un escalón inferior respecto a este reconocimiento, pero la ley y sobre todo el camino hacia ella han transformado como nunca su posición ético-política.

Estamos asistiendo a una profunda democratización, más extensa e intensa de lo que habíamos imaginado como posible. Se trata de la libertad que se gana para sí el colectivo de mujeres, que se gana sin ser objeto de dádivas, sino auto instituyéndose como sujeto político que es, a la vez, cuerpo de placeres, razones y deseos.

En la segunda mitad del siglo XVII el filósofo holandés Baruch Spinoza eligió utilizar el término “alegría” para nombrar el aumento de la potencia de los seres, un aumento de la capacidad de obrar de su cuerpo y de su conocimiento. No hay otro modo de entender lo sucedido en la movilización del 13 de junio: miles de cuerpos que se potenciaban unos a otros, miríadas de afectaciones alegres, de baile, de cuidado, de abrigo, de comprensión, lo que era a un tiempo una potenciación propia del enorme cuerpo colectivo que se había formado.

Es esta misma potencia la que va a hacer inevitable que la ley sea aprobada muy pronto en la Cámara de Senadores, porque excede lo que cualquier ley sea capaz de albergar: una politicidad plena que solamente es posible habitar en las calles y en los corazones.

*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM)