La inmigración forma parte de los mitos fundacionales de la Argentina. De ella se ha dicho, entre otras cosas, que era absolutamente necesaria para poblar el desierto argentino. Un desierto extraño porque, como sabemos, no estaba vacío: distintos grupos poblaban aquel territorio antes de que el Estado Nación se consolidara como tal. Pero la inmigración europea que arribó al país (fundamentalmente) entre 1880 y 1920, no trajo solamente la esperanza de poblar el desierto, sino además la utopía de civilizarlo. Para las élites dirigentes de un Estado en formación, si algo había en el desierto era la indómita barbarie del indígena y el gaucho. Frente a la barbarie local, la civilización extranjera.

Sin embargo, las esperanzas puestas en la inmigración ultramarina se enfrentaron con el temor de otros sectores de la élite dirigente que, ante la llegada de millones de extranjeros, señalaron que la identidad nacional corría riesgo de ser diluida. Además, claro está, del temor a que los inmigrantes propagaran ideologías políticas foráneas como el socialismo, el comunismo o el anarquismo. Fue así como, frente al inmigrante europeo, el gaucho pasaría a ser reivindicado como figura central de la nacionalidad. En torno a estas figuras -el inmigrante europeo y el gaucho- se reproduce buena parte de la mitología argentina. Para confirmarlo alcanza con transitar las plazas de nuestras ciudades o asistir a sus festividades oficiales: en Berisso, sin ir más lejos, el Centro Cívico aloja el Monumento a los Inmigrantes y el Monumento al Gaucho. Allí, además, distintos actores de la sociedad civil y del estado organizan la Fiesta del Inmigrante y la Fiesta de los Provincianos.

“Los argentinos somos europeos trasplantados a América”, dijo Alberdi. Borges, por su parte, habría afirmado que “los argentinos somos europeos desterrados”. Y Octavio Paz fue quien señaló que “los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos, de los incas, y los argentinos, de los barcos". Si algo dejan en claro estas frases es que la pregunta por el origen poblacional de la argentina ha sido recurrente durante nuestra historia. Tan recurrente como su respuesta: Europa. Bajo este paraguas interpretativo, la sociedad argentina sería un crisol conformado por la armónica fusión de distintas razas (blancas y europeas, claro está). 

Uno de los resultados del proceso anteriormente narrado fue la negación, recurrente a lo largo de nuestra historia, del rol jugado por la población afro en la conformación de la Argentina. Lo mismo podríamos decir respecto a los pueblos originarios y la inmigración latinoamericana. Sin embargo, quisiera señalar que las prácticas violentas que desarrolla una parte de nuestra sociedad hacia los senegaleses que trabajan en la vía pública están ligadas al (mal) trato que ha sufrido y sigue sufriendo la población afroargentina. Hay un hilo conductor entre ambas experiencias, donde los primeros han sido invisibilizados y los segundos son hipervisibilizados. Caras de una misma moneda: la negación de lo afro y su extranjerización.   

Semanas atrás, un afroamericano llamado George Floyd fue asesinado por la policía de Minnesota (EE.UU). Ese hecho de violencia institucional, reiterado a lo largo de la historia norteamericana, desencadenó una serie de protestas contra el racismo en distintas partes del mundo. ¿Los argentinos, nos creemos exentos de racismo? ¿Exentos de ese modo de interpretar y ordenar lo social a partir de clasificaciones raciales? Pese a que en nuestro país la dimensión étnica quedó parcialmente subsumida al interior de un sistema de clasificaciones socioeconómicas, el color de piel continúa estructurando el modo en que una parte de la sociedad argentina interpreta y ordena su mundo. De esto da cuenta la reproducción de frases que afirman, erróneamente, que en la Argentina no hay negros, pero hay negros villeros, negros planeros. De ello da cuenta, también, la violencia que la policía y los agentes de control urbano ejercen diariamente contra los senegaleses que viven en la ciudad de La Plata (entre otras). Violencia cotidiana que no logra movilizar niveles de indignación como las que generó el asesinato de George Floyd en los EE.UU.

En suma, el conocimiento construido por las ciencias sociales permite, al respecto, señalar al menos dos cosas: 1) nuestra sociedad, al igual que el resto, no es racista. Como tampoco podríamos afirmar que ella es una sociedad blanca, de origen europeo. Afirmar lo contrario implicaría sustancializar fenómenos sociales, ejerciendo un esencialismo completamente alejado de los fundamentos científicos actuales. 2) Sin embargo, la evidencia empírica demuestra ampliamente que en nuestra sociedad existen prácticas racistas íntimamente ligadas a la reproducción de desigualdades sociales. Luchar contra el racismo criollo no es otra cosa que luchar por una sociedad más igualitaria.

Foto de portada: comunidad senegalesa durante la presentación del protocolo contra detenciones arbitrarias, La Plata, 2018, puertas del rectorado de la UNLP, Fuente: Prof. Voscoboinik Sonia.

*Doctor en Ciencias Sociales (CONICET-UNLP/FaHCE)