Hace ya un año y medio convivimos con la pandemia global de COVID-19. La ubicuidad de la enfermedad y de las medidas que en cada país se tomaron para enfrentarla han trastocado nuestras relaciones interpersonales, nuestras previsiones económicas y, en algunos casos, nuestra salud mental. Sin embargo, en este espacio querría llamar la atención sobre uno de los peligros que la situación supone para nuestra práctica política.

Desde luego, el tema no es original. Desde los primeros meses del año pasado muchos de los más prestigiosos intelectuales contemporáneos ofrecieron sus interpretaciones y predicciones acerca de lo que la pandemia significaría para las estructuras políticas vigentes. Mientras que ciertas voces vaticinaban el fin del capitalismo a nivel mundial, otros creían entrever el colapso del sistema internacional tal como lo conocíamos hasta entonces y algunos más apuntaban a una degeneración del Estado moderno hacia modelos cada vez más autoritarios y opresivos. No pretendo juzgar estos grandes pronósticos –aunque probablemente hayan sido apresurados, tal como exige la dinámica actual de la comunicación masiva digital–, pero al menos es razonable pensar que, si uno o más de dichos procesos están en marcha, todavía debe pasar un tiempo antes de que podamos apreciar toda la magnitud de sus efectos.

Una perspectiva alternativa es que la pandemia, con todo lo que tiene de particular y excepcional, ha contribuido a intensificar y profundizar muchas tendencias que ya era posible reconocer desde antes. En el plano económico, la concentración de riqueza en cada vez menos manos, la volatilidad del capital financiero, las desigualdades intra e internacionales y las recurrentes crisis datan de hace décadas, y no parecen haber implicado la emergencia de ningún sistema alternativo radicalmente novedoso. Si en el plano internacional se halla cierta tendencia aislacionista o nacionalista en muchos países, esto también venía evidenciándose tiempo atrás; basta pensar en los casos más recientes del Brexit y la política exterior estadounidense bajo Trump. La pretensión de relajar la división de poderes y concentrar las decisiones en líderes carismáticos u órganos centrales presuntamente más eficaces y bajo nuevos modelos de representación eran también moneda corriente, por ejemplo (aunque no exclusivamente) bajo la forma que se ha denominado “populismo”.

Entre todos estos fenómenos, hay uno que me resulta especialmente preocupante y urgente, incluso si, como los otros, se trata de una dinámica preexistente que se acentúa. Me refiero a la falta de voluntad o interés, o, incluso más, la incapacidad de la ciudadanía para someter a debate las decisiones del poder político, los alcances y límites del Estado, la conveniencia o necesidad de los actos de gobierno. Puede parecer curioso, si no sencillamente equivocado, hablar de pasividad política cuando tanto se ha oído decir –desde hace años– que nuestro clima social y político está marcado por la crispación, la discusión y el conflicto. ¿No demuestra todo ello lo contrario de lo que estoy afirmando? ¿No nos revela a ciudadanos comprometidos e involucrados, dispuestos a sostener sus opiniones y preferencias? Lamentablemente, no.

Es cierto que hay –o sigue habiendo– tensiones sociopolíticas entre nosotros. Sin embargo, éstas no se canalizan en un análisis crítico y una discusión mínimamente constructiva, que pueda alimentar una opinión pública plural, aunque atenta y fundada en algo más que la pura preferencia espontánea. Las mínimas cuotas de debate colectivo que podemos llegar a encontrar se articulan casi siempre a lo largo de líneas de ruptura partidarias (o, cuanto menos, captadas y aprovechadas por los partidos). Esta partidización del debate público conduce a un empobrecimiento general de nuestra capacidad crítica: es muy frecuente que, según el bando en el que nos ubiquemos, todo o casi todo lo que haga un determinado gobierno se nos aparezca errado, improductivo o condenable, mientras que las acciones y políticas de los otros (oficialistas u opositores, según el caso) resulten siempre justificables o, al menos, bienintencionadas. Y eso no es todo. No se trata solamente de que no podamos juzgar o evaluar con criterios independientes y caigamos en asentir o rechazar en bloque; esta misma dinámica limita nuestra capacidad para buscar soluciones creativas, alternativas que no encajen con los modelos estrictos y los paquetes de soluciones que algún bando ya ha diseñado por nosotros. El reciente (e inconcluso) debate acerca de la presencialidad escolar es un ejemplo patente de este empobrecimiento del debate político, tanto a nivel institucional como de la sociedad misma.

Quizá la pandemia, con todas sus dificultades, con los sacrificios y pérdidas que implica, pueda servir también como un llamado de atención. Puede ser el momento oportuno para preguntarnos si este es el tipo de sociedad en la que queremos vivir y el tipo de ciudadano que queremos ser.

*Doctor en Ciencias Políticas y Abogado. Becario posdoctoral de CONICET. Se desempeña como docente e investigador. Editor de la revista científica Colección.