En la Argentina, tal como ocurrió en varios países, se evidenció un importante freno de la protesta, aunque la acción colectiva contenciosa hasta el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio tenía una acotada significación. En los pocos meses del gobierno de Alberto Fernández no se alteró la relativa tregua que, en general, transita una administración en sus primeros tramos, que además resultó fortalecida por la excelente recepción de la política desplegada frente al covid-19. La combinación de estas circunstancias quitó legitimidad a la prolongación o multiplicación de los conflictos. El consenso moral priorizó la salud por sobre las necesidades de la economía o cada demanda sectorial. En consecuencia, la etapa inicial de la cuarentena aplacó varios procesos de protesta, como la lucha de los docentes de Misiones y Santa Fe, o las movilizaciones en Chubut.

Durante el confinamiento, sin embargo, las protestas fueron creciendo lentamente. Varias de las demandas planteadas antes del encierro fueron replegadas, pero otras conservaron su presencia junto a nuevos factores de movilización. Las peticiones habituales se vieron nutridas con ejes de confrontación provocados por la gestión de la pandemia. En tal sentido, por ejemplo, allende las movilizaciones explícitamente anti cuarentena y la exigencia de alimentos promovido por organizaciones piqueteras de izquierda, debemos destacar la activación de grupos de comerciantes o trabajadores cuentapropistas que exteriorizan su queja con manifestaciones que piden el cese de la cuarentena o al menos su flexibilización, así como grupos de vecinos que reclaman por los cortes de luz, abusos policiales y la inseguridad. El dubitativo intento para expropiar la empresa Vincetín, incluso, articuló una fuerza opositora al gobierno que mostró capacidad para frenar su política, y como correlato no se puede obviar el ataque a los silobolsas como un síntoma de la pugna política que desencadenó la fallida iniciativa. Poco a poco, además, vuelve a incrementarse el nivel de litigios laborales, con nuevas modalidades de protesta como la marcha en caravana de vehículos para mantener distanciamiento social o el “apagón virtual” de los docentes. Los precarizados repartidores también ganaron las calles con el fin de impugnar las condiciones penosas de trabajo que sobrellevan. Notablemente, el contexto va imponiendo la necesidad de protestar y esta alternativa, impensable al comienzo de la cuarentena, va adquiriendo legitimidad. Los efectos de la parálisis económica descargaron gran parte de su peso sobre los trabajadores y sectores más vulnerables de la población. La pobreza trepó al 45 % y más de cinco millones de trabajadores han recibido despidos, suspensiones, reducciones de salarios, cierre de fuentes de trabajo, incumplimiento de acuerdos, interrupciones de paritarias, pago diferido de aguinaldos, para enumerar únicamente los problemas más salientes. Asimismo, todos los sectores populares, asalariados o no, padecen la constante pérdidas de poder adquisitivo debido a la inflación, al mismo tiempo que el andamiaje asistencial que ofrecen los gobiernos resulta insuficiente. La reciente represión en Chaco y Mendoza, o el ataque de la burocracia sindical a los colectiveros huelguistas en Mar del Plata, para mencionar los casos más sonados de los últimos días, encienden una luz de alarma. Indudablemente se va conformando una realidad que abre un escenario donde se puede sospechar la proliferación de agudas querellas. ¿Hasta dónde escalarán los conflictos? Sin duda, una respuesta certera es imposible, pero no se puede negar que la protesta crece al ritmo del fastidio de la población y se asoma un futuro inmediato que no anuncia calma ni pasividad.

*Sociólogo. Profesor de las carreras de Sociologia de las Universidades de Buenos Aires y La Plata dictando temas referidos al conflicto social. Investigador del Instituto Gino Germani (UBA)