Desde cierta distancia y considerando sólo los aspectos formales, el escenario del ballotage podría verse como el ordenamiento del proceso electoral para que éste pueda ofrecer un resultado definitivo. Todo parecería haber quedado reducido a la opción entre dos proyectos de gobierno. Sin embargo, sabemos que la simplificación institucional no se corresponde con la intrincada madeja de variables todavía involucradas. Aun cuando el número de fórmulas presidenciales haya quedado reducido a dos, la cuestión sigue siendo muy compleja.

La única coincidencia entre todas las voces que tallan dentro de este proceso es la siguiente: en esta elección estaría en juego el destino del país. Desde ya, nadie puede poner en duda que atravesamos una etapa de grandes definiciones cuyas consecuencias marcarán los años por venir. Pero hasta esa afirmación transversal podría relativizarse toda vez que se considere que el destino de países como Argentina se pone en juego cada día y todos los días, tanto por lo que pasa aquí como por lo que ocurre en muchos otros lugares de este planeta globalizado por el capital. No hay salvaciones definitivas ni condenas perpetuas. Sea cual sea el resultado del ballotage, la historia nunca dejará de sorprendernos. Por suerte.

En medio de este entrecruzamiento de enfoques y versiones, trazar dos ejes ordenadores podría servir para esclarecer cuáles son los sentidos que se hallan efectivamente en disputa.

Para el primero de estos ejes, la elección del próximo 19 de noviembre aparece como la contraposición entre dos polos: democracia o autoritarismo. No se dedica mucha energía a reflexionar sobre cómo o por qué el resultado de un proceso electoral democrático podría ser, al mismo tiempo, autoritario. Antes bien, se asume rápidamente que la democracia argentina se está poniendo a sí misma en riesgo, aun cuando sus dispositivos formales estén funcionando a pleno. Quienes se sientan interpelados por este eje votarán a Sergio Massa. Algunos lo harán por convicción. Otros por la disciplina partidaria que pueda resultar de una cierta retórica peronista –aunque aggiornada y light–. Otros por cálculo de intereses. Pero la gran mayoría de los votantes de Massa fundamentarán su opción en el repudio y el miedo que les despierta lo que hay enfrente.

Para el otro eje, la elección del 19 de noviembre se juega entre una polaridad distinta pero no por eso menos absoluta: continuidad del proceso de destrucción del país, o cambio de esa trayectoria. Las características que tendría el primero de estos dos polos están claras: décadas de populismo, corrupción y prebendas que tienen por consecuencia la inflación, la inseguridad y la degradación de las instituciones. Para esta perspectiva, el proceso de destrucción del país lleva el nombre genérico de “peronismo”. Las características que se le asignan al polo del cambio, muy por el contrario, no tienen definiciones que superen una mera oposición maquinal. Su identidad es siempre débil pues comienza y termina en el anti-peronismo. No hay valores involucrados más allá de la espasmódica invocación a civismos elitistas, nacionalismos fascistoides o republicanismos hipócritas. No hay ni siquiera el esbozo de un plan mínimamente coherente que permita suponer la dirección que el mentado cambio debería tomar: con casta o sin ella, con Banco Central o sin él, con pesos o con dólares, todas estas dicotomías terminan quedando en un segundo plano, como si se tratase de detalles menores. Así lo demuestra de modo palmario la tragicómica y desesperada alianza entre La Libertad Avanza y los restos humeantes del PRO.

Quienes se sientan interpelados por este eje votarán por Javier Milei. Algunos lo harán por suscribir las ideas de un liberalismo tradicional. Otros por creer en las nuevas promesas que se desprenden de una “libertad”remozada. Otros por cálculo de intereses. Pero la gran mayoría de los votantes de Milei fundamentarán su opción en la indignación y el odio que les produce el peronismo.

Así las cosas, el ballotage del próximo 19 de noviembre se presenta ya no como una opción entre dos proyectos de gobierno sino como la superposición esquizofrénica de dos ejes que parecen estar trazados en realidades paralelas, en planos independientes que no se cruzan en ningún punto, que no comparten ninguna coordenada y que no pueden contener ningún promedio ni producir ningún equilibrio. Cada uno de estos ejes, desde su formulación, estipula a un tiempo el problema y su respuesta. En efecto, ninguna persona de bien elegiría voluntariamente el autoritarismo, así como tampoco ninguna persona en su sano juicio elegiría voluntariamente la continuidad de la decadencia.

Queda a la vista lo complicado que resulta habitar una democracia en la que los principales motivos para optar por un candidato sean las pasiones tristes generadas por aquello que su contrincante representa. Una democracia motorizada casi exclusivamente por el miedo o por el odio se aleja de la previsión, la ética y la política dejando terreno para el avance de lo inmediato, lo visceral y lo básico. Una democracia que, si se me permite la alegoría neurológica y se me perdona cierto darwinismo, no involucra casi ninguna función de la corteza cerebral encargada de captar matices y de trazar estrategias complejas, dejando casi todo librado a las reacciones del tallo cerebral –conocido como “cerebro reptiliano”–encargado de las funciones que hacen a la supervivencia y responsable de las conductas simples, impulsivas, estereotipadas y predecibles, todas ellas características de los animales vertebrados poco evolucionados.

Sin embargo, a pesar de lo inconmensurable de los modos en los que nos la representamos, la Argentina sigue siendo una sola. Sería bueno que le diéramos la oportunidad a la democracia de funcionar como un dispositivo que colabore con la composición de un terreno común para la disputa y la discusión. Ojalá algún día nuestros procesos electorales sirvan para unir mundos y no para reforzar los encierros en los que vivimos.

Podrá señalárseme que este deseo peca de candidez. Responderé a eso que el mal entendido realismo pragmatista al que nos hemos resignado funciona desde hace ya demasiado tiempo como uno de los principales factores de vaciamiento de los sentidos democráticos, una trampa de la cual debemos procurar salir. Nadie espera que nos una el amor –la vida en sociedad poco tiene que ver con eso–. Pero me resisto a aceptar que no podamos pretender tener algo en común más allá de nuestro recíproco espanto.

Será menester, entonces, aspirar a construir una democracia comprendida ya no sólo como un sistema de elección de representantes sino como un modo de organización social, a generar una instancia de debate público dentro de la cual los planes de gobierno sean más importantes que los efectismos mediáticos, y a lograr una dinámica política en la que las razones que pueda concitar a su favor un proyecto de país superen en peso y en importancia a los motivos por los cuales se rechaza la propuesta contraria.